David S. Oderberg

Perennial Philosophy’s
Theory of Art (2004)

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Perennial Philosophy’s Theory of Art

David Simon Oderberg

The original article of this text comes with a set of slides, whose images I inserted among the paragraphs.

I owe my special gratitude to the author, philosopher and professor David S. Oderberg.  In the year 2018, much before I had even come up with the idea of creating this blog, being an admirer of his work I thought of translating this article by professor Oderberg. He was the first author in my career I dared send an e-mail to, so as to ask his permission. To be honest, I had not the slightest idea whether what I was doing was “correct” or not, and I confess I was not even expecting to get an answer. To my surprise, his answer was immediate, positive and very, very kind. This first experience was so encouraging for me (even more so for someone who was just giving his first steps in the profession), that it came to be one of the turning points which, a year and a half later, would lead me to decide creating this blog.

For those who do not know him, David Oderberg is acknowledged as one of the most influential philosophers of our times. I strongly suggest visitng his personal website, http://www.davidsoderberg.co.uk/, where you may find this and many other excellent articles.

Teoría del arte de la filosofía perenne

A través del velo de las apariencias (Suiza, c. 1500)

La filosofía se halla quizás en la peculiar posición de poder afirmar que, en lo que a su propia disciplina concierne, ya se ha dicho todo, entre tantos filósofos a lo largo de la historia. Se trata de una forma cortés de decir que nada hay tan absurdo que no haya sido afirmado por algún filósofo. Teniendo en cuenta que fue el sabio Cicerón quien sostuvo esta última tesis, si en su tiempo era verdadera, ¡cuánto más lo será hoy en día!

¿Representa un mérito para la filosofía el hecho de haber sido, históricamente, tan indiscriminada en sus declaraciones o es más bien causa de vergüenza? Pues bien, por un lado, significa que cualquiera que busque con sinceridad la verdad y la sabiduría (conceptos no muy en boga entre los filósofos por estos días) cuenta con una verdadera cornucopia de ideas y teorías para elegir. Al igual que casi todos los hipermercados, el hipermercado de las ideas puede ocasionar al principio una cierta euforia veleidosa en quien busca, al creer que hay tanto para elegir: es que, en algún lugar, en algún pasillo u otro, en alguna góndola, se puede encontrar la idea o teoría justa para uno mismo. Por experiencia, sin embargo, después de pasar veinte minutos en una de estas grandes tiendas la anticipación vertiginosa suele convertirse en puro vértigo. ¿Por dónde comenzar? El problema se vuelve aún más difícil debido a que, así como el astuto gerente del supermercado cambia de lugar los productos semana a semana para mantener intrigados a los clientes, en filosofía es imposible saber cuál será la theory du jour década a década o incluso año a año.

Por otro lado, quien busca tiene su consuelo; pues si en verdad todo ha sido dicho por algún filósofo u otro, entonces ocurre que se ha dicho todo lo verdadero. De ser así, solo es cuestión de esforzarse lo suficiente en la búsqueda y es de este lado del banquete del que prefiero tratar, porque entre toda la comida chatarra, la pizza precocida, los platos de microondas y la carne picada, creo que aún se pueden encontrar alimentos sanos. Pero soy un tanto anticuado, ya que aún creo en la verdad, en que la gente debería poder diferenciar por su aroma un Big Mac de un filet mignon.

No es fácil hablar de la verdad en los círculos filosóficos; fuera de ellos, menos aún. Una de las mayores dificultades es hablar sobre la verdad en el arte: quizás lo más complicado sea hablarles sobre la verdad en el arte a los artistas. No pretendo decirlo como gesto de vanagloria inapropiada, ya que lo que pretendo hacer aquí es en verdad modesto. De todas maneras, es indudable que, en un mundo en el que la máxima De gustibus non est disputandum se ha convertido en un dogma de fe, es por lo menos un desafío afirmar que existe de hecho la verdad en el arte, que existen muchas cosas que se pueden afirmar y que algunos argumentos son correctos, pero otros no. La creencia casi universalmente indiscutida (en gran parte por influencia de Hume y de Kant) es que la estética es una disciplina que no hace más que preguntarse por las condiciones bajo las cuales los humanos forman juicios de gusto y que describe sus hallazgos sobre la opinión subjetiva. Prácticamente todos, dentro y fuera de los círculos artísticos, creen que no existe un sentido absoluto en el que el arte es bueno o malo: el arte solo es. Según esta visión, la belleza (siempre y cuando la belleza, junto con la verdad, no haya sido arrojada al basurero de las ideas impronunciables) depende del cristal con el que se mire y nada más.

Santo Tomás de Aquino (1225-1274)

No pretendo afirmar sin más que existe una noción de verdad absoluta en el arte. Mi plan más modesto es describir, en pocas palabras, la idea general de una teoría del arte que alguna vez predominó en la civilización occidental durante varios siglos. Hoy en día rara vez se la menciona, menos aún se la enseña, en las universidades y otras academias que en general sostienen que el pensamiento teórico importante sobre el arte comenzó en el siglo XVIII. Cada pensador que creía en la verdad artística sostenía esta teoría, de manera explícita o implícita. Yo considero que fue sostenida, de manera rudimentaria e inconsciente, por todo artista y artesano que alguna vez haya tenido en sus manos un martillo o un pincel. Se remonta en esencia a los griegos, pero su pleno florecimiento se dio con los filósofos de la Edad Media, conocidos como escolásticos. Entre ellos, encuentra su expresión más clara y precisa, aunque desafortunadamente breve, en el pensamiento del más grande de los escolásticos y el más grande de los filósofos, santo Tomás de Aquino, y sus seguidores.

A la filosofía escolástica se le llama a veces peripatética (por Aristóteles y los aristotélicos) y a veces perenne, en alusión a lo que creen sus adherentes: no solo que se remonta en esencia a los griegos, inventores de la filosofía, sino también que es un sistema eterno e indestructible que encarna la sabiduría natural de la humanidad y lo hará sin importar las modas y corrientes filosóficas del momento. Una afirmación grandiosa, por supuesto, lo suficiente como para que todo el sistema haya sido considerado mero dogmatismo (como si no hubiera pecado más grave) por siglos de filósofos que se han aplaudido a sí mismos de manera no menos dogmática por su escepticismo iluminado. Sea como fuere, el epitafio de la filosofía perenne no está escrito aún y su renacimiento en los círculos filosóficos de nuestros días es bienvenido.

Al presentar una idea global de la teoría estética de la filosofía perenne, espero mostrar de manera indirecta lo valiosa que es en general, a través de su visión de un tema en particular. También pretendo demostrar que la filosofía perenne no es una reliquia histórica, un desecho de un tiempo ajeno, solo apropiada para la estrecha exégesis de los historiadores de las ideas modernos. Mi intención es mostrarla como un sistema de pensamiento vivo, tan relevante hoy como siempre, y de inagotable fecundidad. En particular, deseo demostrar cómo puede ser un antídoto perfecto contra el materialismo, la anarquía generalizada y, en efecto, la banalidad que infecta al arte contemporáneo y enferma el alma del artista individual.

¡Oh, Tú que guías al mundo en su orden eterno! El Destino dirige a todos los seres en sus movimientos y determina sus lugares, formas y tiempos. Este desarrollo del orden temporal, visto en su unidad por el intelecto de Dios, es lo que llamamos Providencia. Boecio (c.480-524).

La escolástica parte de reglas y principios y, en lo que al arte concierne, la primera regla es que el propósito del arte es el bien de la obra en sí misma. El arte no se trata de la acción como tal, como ocurre con la moral, sino de la creación, que es un tipo particular de acción. El campo del arte es el campo de la cosa que será creada y se puede apreciar de inmediato por qué para la mente medieval no existe el Arte. Más bien, existían las artes, que iban de las más cotidianas a las más etéreas. Existían el arte de la construcción de puentes, el arte de la fabricación de telas, el arte del techado, pero también el arte de la música, el arte de la retórica, el arte de la aritmética. Por cierto, se distinguía entre las artes serviles (las que exigen un trabajo físico) y las artes liberales, que solo exigen el trabajo de la mente. Según ese esquema la escultura y la pintura pertenecían a las artes serviles, mientras que la lógica y hasta la teología, en tanto que a dichas disciplinas les concernía la creación de algo (argumentos, por ejemplo), eran artes liberales. (No solo artes, por supuesto, sino también ciencias, en tanto que conllevan la generación de un sistema de conocimiento teórico.) La distinción entre las denominadas bellas artes en oposición a las artes útiles y aplicadas es una distinción muy posterior, no casualmente del siglo XVIII, aunque sus raíces se remontan al Renacimiento, cuando Leonardo se quejaba con frecuencia de que la pintura no se considerara un arte liberal; este es el comienzo de la idea de que algunos tipos de arte gozan de una nobleza independiente que nada tiene que ver con la utilidad o la decoración.

Si bien no pretendo negar la existencia de una distinción entre lo bello y lo útil, entre el arte y lo artesanal, para la mente escolástica no se trata de una distinción entre tipos de arte sino de finalidad o propósito; luego retornaré a la noción de propósito, pero digamos al pasar que la arquitectura es un ejemplo paradigmático de un arte que es a la vez bello y útil. Para el escolástico, el arte se trata de la creación y su regla firme es la de aquello que se creará. ¿Qué se creará? Tal como dije, cualquier cosa. Desde la filosofía, sin embargo, se puede decir mucho más, porque el artista, sin ser un metafísico, bebe con ansias de la fuente de la metafísica. Más precisamente, bebe de la fuente del ser, e incluso con mayor exactitud, su regla es la regla de la forma.

¿Qué es la forma? Se han escrito tratados, se han plasmado millones de palabras en papel, se han dedicado vidas a la exploración de la forma… Y esto es bueno, porque la forma, como el ser mismo, es inagotable. En los libros de texto a veces se explica la forma como algo similar a la estructura: la forma de un árbol es su estructura, mientras que su materia (esta es la distinción esencial) son la madera y las hojas, partes de material orgánico. Como toda analogía, esto no es más que una aproximación, bastante escueta por cierto. Para el artista, la idea de la forma como estructura y línea es natural. Pero la forma, en un sentido más técnico, es la esencia o naturaleza. La forma es, para utilizar el término aristotélico, la quididad o el qué de una cosa. Es aquello en virtud de lo cual toda cosa, sin importar lo que sea, sin importar cuán concreta o abstracta, es lo que es, no solo como individuo, sino como un individuo de cierta especie: un árbol, una casa, un lago, un león, un hombre.

No hay mejor manera de resumir el trabajo de un metafísico que describirlo como la contemplación de la forma. ¿Pero qué hace el artista? Desde ya, contempla de manera instintiva, percibe, siente, imagina. Pero el arte se trata de la creación, entonces el artista crea: a través de la impresión de la forma en la materia. La virtud artística (que no es una virtud moral como la honestidad o la caridad, sino una virtud particular del artista en tanto que artista) es la virtud práctica de imprimirle forma o esencia a la materia informe. Todo lo demás es, en cierto sentido, irrelevante. Afirmar esto es, por supuesto, demasiado fuerte: el filósofo dice que todo lo demás es extrínseco a la finalidad de crear a través de la impresión de la forma en la materia. La destreza manual o técnica, tantas veces considerada en el arte contemporáneo y académico como un fin en sí misma, nada tiene que ver con el arte en un sentido estricto, sino que es meramente la condición extrínseca del ejercicio de la virtud artística. Claro que la destreza es fundamental, ¿pero para qué? Para ejercer la virtud con facilidad. La destreza y el conocimiento técnico quitan los impedimentos para ejercer el arte y en su máxima expresión son apenas perceptibles: de ahí nuestra admiración por la destreza “sin esfuerzo” de los artistas más destacados, que tal como sabemos dista de carecer de esfuerzo.

También es extrínseco el estado de ánimo del artista. Como dice santo Tomás, debido a que el arte no es más que “el recto ordenamiento de la razón al hacer las cosas”, no importa en lo más mínimo si el artista está alegre o no, en tanto que trabaje bien. Los estados de ánimo y los apetitos pueden por supuesto influir en la obra, pero mientras que gran parte de la caricatura contemporánea, tomada de las semillas de verdad que se hallan en el romanticismo, suele creer que el artista debe perfeccionar su ánimo (a veces sin fin y a un gran costo para sí mismo y quienes lo rodean) antes de perfeccionar su obra, para el escolástico esto es una inversión absurda de las funciones de la razón y el apetito. Que el artista trabaje bien: el ánimo apropiado vendrá luego.

Permítaseme decir algo más sobre la forma y cómo se relaciona con el concepto más impopular de la estética moderna: la belleza. Según el Aquinate, la belleza es aquello que agrada a la vista. (Por “vista” quiere decir en este contexto la percepción en sentido amplio, aunque sin dudas tenía en mente al arte visual como paradigma.) En el mismo pasaje afirma que la belleza se relaciona con la facultad cognitiva, en otras palabras, que la belleza es en primer lugar objeto de la inteligencia. En un pasaje relacionado, afirma que la belleza calma el apetito al ser vista o conocida. Luego dice que los sentidos más ligados a la belleza son aquellos que mejor conocen la naturaleza, es decir, la vista y la audición, las “siervas de la razón”. Pero no solemos hablar de aromas y sabores bellos (excepto, quizás, por analogía); omite al tacto, probablemente porque pertenece a una categoría intermedia. (No solemos decir “Esto se siente bello”, pero sí otorgamos un gran valor estético a la sensación de la textura en cierta escultura.)

Los sentidos son los medios de percepción naturales del hombre, por lo que son los medios naturales para conocer el mundo que le rodea y en especial las formas que dividen al mundo en cosas de tal o cual especie. No existe el arte para los ángeles, ni existirá el arte para el hombre en la vida futura. El arte es en esencia la transformación de la materia sensible según las leyes inquebrantables de la correcta razón. ¿Pero con qué fin? En esto el escolástico es enfático: para la alegría del espíritu, para el gozo del alma. No se trata del placer en el sentido moderno y limitado de la satisfacción carnal, el deleite sensorial, el impacto o la emoción. Por cierto, todos estos elementos se pueden hallar en el arte más sublime, pero solo en su justa proporción y subordinados al gozo de los sentidos y la paz fundamentalmente espiritual a la que el arte se ordena de manera correcta.

Llegado a este punto, cualquier artista o esteticista moderno que haya leído hasta aquí sobre los escolásticos se retirará. Porque muy pocos, en verdad, reconocerían que el arte posee una finalidad espiritual básica. ¿Qué dice el escolástico al respecto?

Virgen entronizada (detalle), Cimabue (1240-¿1302?)

Dora Maar, Pablo Picasso (1881-1973)

Virgen de las rocas (detalle), Leonardo da Vinci (1452-1519)

Marilyn Monroe, Willem de Kooning (1904-1997)

Piedad, Miguel Ángel (1475-1564)

Montura, Sir Anthony Caro (1924-2013)

Pues bien, se puede elegir el camino largo o el camino corto. Una respuesta comienza por los primeros principios y busca establecer conceptos filosóficos que el esteticista debería aceptar: que la vida posee una dimensión espiritual, que el mundo visible prefigura al mundo invisible. Hasta hace muy poco tiempo en la historia del pensamiento humano, casi ningún artista hubiera necesitado convencerse de ello y ninguno hubiera precisado de pruebas filosóficas. Sea como fuere, el camino largo nos llevaría demasiado lejos como para siquiera comenzar a transitarlo aquí. Existe, empero, un camino más corto: es el reductio ad absurdum de la tesis que sostiene que en el arte no existe un fin espiritual. Es aquel que, al recorrerlo, nos lleva de la etérea cabeza angélica en la Virgen entronizada de Cimabue a la cabeza torcida y distorsionada de Dora Maar en el famoso retrato de Picasso; de las delicadas expresiones de amor en los rostros de la Virgen de las rocas de Leonardo al retrato desvirtuado y mutilado de Marilyn Monroe por de Kooning; de la inefable exquisitez y técnica casi sobrehumana de la Piedad de Miguel Ángel al triste trozo de metal oxidado que es Saddle [Montura] de Sir Anthony Caro; del cuerpo semidesnudo del Cristo muerto, colocado con reverencia en la tumba en La sepultura de Fra Angélico al vomitivo autorretrato desnudo de Lucian Freud en Pintor trabajando—Reflejo; del rostro noble en La última cena de Andrea del Sarto al macerado y deformado Estudio para el retrato de Lucian Freud de Francis Bacon; y del fascinantemente real y lastimoso cordero en el Agnus Dei de Zurbarán al cordero real mantenido en formol de Lejos del rebaño de Damien Hirst.

La sepultura, Fra Angelico (1395-1455)

Pintor trabajando – Reflejo, Lucian Freud (1922-2011)

La última cena (detalle), Andrea del Sarto (1486-1530)

Estudio para el retrato de Lucian Freud, Francis Bacon (1909-1992)

Agnus Dei, Francisco de Zurbarán (1598-1664)

Lejos del rebaño, Damien Hirst (1965)

Lo único que puedo hacer aquí es aportar un poco del sabor de la visión escolástica sobre la espiritualidad en el arte. En primer lugar, el arte se considera un bien humano básico, junto con la vida, el conocimiento y la amistad, entre otros. Sin la experiencia estética, la naturaleza humana queda frustrada. El arte enseña los placeres del espíritu y, tal como dice Tomás de Aquino, siguiendo a Aristóteles, “un hombre privado de los placeres del espíritu buscará los placeres de la carne”. Citando una fuente bastante diferente, el novelista Kurt Vonnegut Jr., “el beneficio primario de practicar cualquier arte, ya sea bien o mal, es permitir que el alma crezca”. Y citando al notable pensador tomista, Jacques Maritain, el artista “es en primer lugar un hombre que ve más allá que otros hombres y que descubre en la realidad la irradiación espiritual que los demás no son capaces de discernir”. Una vez más, dice del arte:

Es la facultad de crear, por supuesto no ex nihilo, sino a partir de la materia preexistente, una nueva criatura, un ser original capaz de mover a su vez un alma humana. La nueva criatura es el fruto del matrimonio espiritual que une la actividad del artista con la pasividad de una materia determinada.

Solo una visión espiritual del arte pudo haber llevado a Rodin a expresar: “El artista, por el contrario, ve: es decir, el ojo incorporado a su corazón lee en lo profundo del seno de la Naturaleza”.

Según el Aquinate, la belleza se define como la combinación de tres elementos: (1) integridad o perfección; (2) proporción o armonía; (3) claridad o nitidez, a veces llamada refulgencia o luminosidad. La integridad pertenece al ser y es la perfección de la esencia de una realidad en la representación artística. Un ejemplo típico es la pintura de Holbein del Cristo muerto en su tumba, que logra captar con una perfección rara vez igualada no solo la total desolación de la muerte en sí, sino también la muerte de un hombre, el mismísimo Hijo del Hombre. También se puede pensar en los fascinantes retratos de la corte Tudor que Holbein realizó al comienzo de la Reforma; no hace falta adherir a una creencia religiosa para apreciar cómo expresan una premonición oscura, rostros que delatan conspiraciones de uno y otro lado, traición y astucia, hibris… Personas que viven inmersas en las intrigas políticas y la perspectiva de riquezas y poder inimaginables.

El cuerpo de Cristo muerto en la tumba, Hans Holbein el joven (c. 1497-1543)

Sir John Godsalve, Hans Holbein el joven (c. 1497-1543)

Penetrar en la realidad de una cosa, sin embargo, exige proporción, que pertenece a la esfera del orden y la unidad. La proporción es un tipo de armonía, del objeto con el objeto, del objeto con el fondo, de las partes con el todo. No le corresponde al filósofo hablarle al artista sobre la proporción en el arte, pero sin duda les corresponde a los filósofos, tal como lo han hecho desde Pitágoras, comprender y explicar qué es la proporción. Todos pueden apreciar la armonía y la proporción y saber qué es incluso sin contar con el vocabulario técnico para expresarlo. Los matemáticos la encuentran en los números y hablan libremente de la belleza de ciertas ecuaciones; los científicos la hallan en las leyes de la naturaleza; los músicos, al ejecutar sonidos y en la forma, en la estructura y la dinámica de una composición; el místico observa la “armonía celestial” (según el concepto de santa Hildegarda de Bingen) de los ángeles que alaban a Dios en la eternidad. Para la mente medieval, la armonía y la proporción se encuentran en todos lados, desde las esferas celestes hasta el ciclo de las estaciones, todas estas manifestaciones son signos del arte creativo divino, del cual el arte humano es una débil imitación.

La refulgencia es un concepto que toca tanto al ser como al conocimiento, ya que significa un cierto tipo de nitidez, claridad, inteligibilidad: todos conceptos en parte cognitivos. Para los platónicos, era el splendor veri, el esplendor de la verdad, que brillaba a partir de las Formas y por su propia luminosidad proyectaba una sombra oscura sobre el mundo de la materia temporal. Santo Tomás, siempre fiel a Aristóteles, habla del splendor formae, el esplendor de la forma en la materia. Maritain explica la belleza como “el esplendor de todos los trascendentales juntos”, donde por “trascendentales” se entienden conceptos como la verdad, la unidad y el bien, que son las propiedades más abstractas pertenecientes a todas las cosas. La belleza, según esta visión, lleva al alma más allá de lo creado (citando otra vez a Maritain), hacia la unidad, la verdad y el bien mismos que se hallan en el corazón de toda la realidad.

Pero decir que el esplendor de la forma es tanto cognitivo como ontológico, es decir, tanto un objeto de conocimiento como una realidad en sí mismo, no equivale a decir que siempre (quizás jamás) será comprensible en su totalidad para nosotros, al menos en esta vida oscurecida por el sufrimiento y la corrupción, limitada por la finitud de nuestros propios sentidos corporales. Ya es bastante difícil para nosotros siquiera aprehender la naturaleza de una manzana, por no decir de un árbol, de un animal o de otro ser humano. ¿A qué se le puede atribuir la obsesión con la naturaleza muerta que comenzó en el Renacimiento? En un nivel básico, la naturaleza muerta es el campo de pruebas de la técnica, el lugar donde el artista desarrolla su destreza antes de tratar temas de mayor relevancia y es en el Renacimiento que se renueva el naturalismo, se perfecciona la perspectiva y se explora cada faceta de la técnica. Esta explicación superficial esconde una verdad más importante, sin embargo. Así como el Renacimiento conllevó un cambio generalizado del espíritu a la naturaleza, el arte en sí mismo se volvió menos espiritual y más natural. La obsesión con la naturaleza muerta se puede pensar posiblemente como la manifestación artística central de la denominada revolución científica: un deseo casi patológico de comprender la naturaleza y la carne desde todos los ángulos, desde cada perspectiva, como si al pintarlas una y otra vez se pudiera de alguna manera ahondar en sus profundidades, subyugar su misterio.

Naturaleza muerta con flores sobre un plinto de piedra, Caravaggio (1571-1610)

Naturaleza muerta con cráneo, puerro y jarrón, Picasso (1881-1973)

Esta tendencia no es para nada negativa en sí misma. Es igual de cierto que el sinfín de retratos de la vida de Cristo en el arte medieval, además de representar una de las principales estrategias de instrucción religiosa, equivale a un deseo obsesivo de comprender la esencia de Dios hecho hombre. El problema es que la luminosidad de forma que el artista debe buscar en su representación no es solo la nitidez de la carne, sino también del espíritu. Buscar la perfección de la forma en la mera disección de la naturaleza es tan vano como buscar la cura de una enfermedad en la mera disección de un cuerpo y solo lleva a un realismo estéril que promete el entendimiento, pero no logra darlo.

Maritain cuenta la historia de una clase de Philippe de Champaigne en la Academia de Bellas Artes de Francia sobre la obra Eliezer y Rebeca de Poussin. Se lamentaba de que el Maestro no hubiera considerado apropiado representar “los camellos mencionados en las Sagradas Escrituras”. Charles Lebrun respondió:

Poussin, en su esfuerzo constante por purificar y sacar a la luz el tema de sus pinturas y por retratar de manera atractiva la acción principal, rechazó todo objeto grosero que pudiera corromper al ojo del espectador y distraerlo con detalles triviales.

Eliezer y Rebeca, Nicolas Poussin (1594-1665)

Podemos pensar también en la famosa respuesta de Picasso, cuando un espectador horrorizado exclamó al ver su retrato de Gertrude Stein: “Ella no se parece en nada a eso”; a lo que el español replicó: “No se preocupe, ya lo hará”. Incluso si la actitud que se refleja en estas historias no se llevara al extremo, la idea que quieren expresar debe tomarse en serio: el artista no es un imitador servil, la imitación es solo un medio, como la destreza y la técnica, para llegar a la perfección de la forma.

Durmiendo junto a la alfombra de león, Lucian Freud (1922-2011)

La Reina, Lucian Freud (1922-2011)

Algo que el artista no debe hacer es intentar copiar la apariencia de la naturaleza en el sentido de otorgarle una realidad fotográfica: la fotografía, como sabemos, puede lograrlo mucho mejor y, aunque puede haber razones para lamentar el fin del estilo realista tras la aparición de la fotografía, al menos podemos alegrarnos con el daño mortal que le hizo a la idea misma del pintor como imitador literal. La imitación como una reproducción exacta de la realidad es propia del dibujante y del ilustrador, ambos practicantes de cierto tipo de arte, pero no es propia del cultor de las bellas artes, que son “el horizonte donde la materia se conecta con el espíritu”. Pero el arte es imitación en un sentido más amplio, es decir, el trabajo sobre la materia para producir símbolos que remiten a algo más que sí mismos.

En otras palabras, el arte apunta a mostrar la forma a través de los signos sensibles, ya sea de manera directa o indirecta (como en el arte alegórico o altamente simbólico). Al hacerlo, el artista ve más allá que otros hombres y los más grandes artistas poseen el mayor entendimiento de las irradiaciones espirituales de la realidad. Al ver más allá, debe transfigurar y distorsionar la naturaleza: no solo a través de artificios y atajos como los que permiten la ilustración realista de un objeto o una escena sin ahondar en los detalles, sino a través del uso del énfasis, la perspectiva, la emoción, el simbolismo, la postura, entre otras cosas.

No es casual que los artistas suelan pensar en sus obras como algo que “nace”, como una suerte de vástago, porque el artista se asocia a Dios en el acto de la creación y, como el acto mismo de dar a luz, la mejor forma de caracterizarlo es como procreación, es decir, una especie de creación secundaria o derivada que tiene lugar al obrar sobre la materia preexistente. El artista no copia la creación de Dios, sino que la continúa al imprimir sobre la materia el carácter espiritual humano tomado de la acción vital inmanente en el alma. Por lo tanto, el arte imita a la naturaleza no en el sentido de reproducirla, sino en el sentido de transformarla de manera que refleje su esencia como la forma en la materia.

Mark Rothko (1903-1970)

Ben Nicholson (1894-1982)

La naturaleza es, por supuesto, un estímulo para el artista, quizás el más importante, pero también es un límite. El principal error del arte abstracto, según la visión escolástica, es que se arroga autosuficiencia e independencia de Dios al intentar trascender las condiciones y los límites necesarios de la existencia humana e ingresar a un mundo de formas puras desconocido para el hombre en esta vida o en la futura. O, en un nivel menos elevado, comete lo que para el escolástico es el pecado del ego exacerbado. No es casual que el periodo artístico más grande para el escolástico en general es el de los constructores de catedrales anónimos y el de los pintores que cubrieron cada metro cuadrado de las iglesias a lo largo y a lo ancho de Europa (en Inglaterra todo eso fue borrado, para la actual desgracia de los historiadores medievales) con un despliegue brillante de imágenes sacras para instruir al alma, para deleitarla y darle un respiro. Estos artistas y artesanos carecían de ego por completo al hacer lo que hacían como artistas y artesanos. Así es que se encontraban plenamente llenos de fe y de amor, más allá de las carencias en sus propias vidas.

Sin embargo, una de las temáticas constantes en la historia del arte desde la Edad Media es el ego creciente del artista y del arte mismo (las Bellas Artes) como una disciplina separada de la mera artesanía y de la vida cotidiana. El artista se ha visto más y más a sí mismo como un hombre apartado, de donde fluyen todos los estereotipos que llegan hasta nosotros del artista en su desván, el artista que se muere de hambre por su arte, el genio pobre, el audaz transgresor de las leyes, el rebelde rupturista contra la sociedad y así ad nauseam. (Estas imágenes no son todas criaturas del romanticismo, en absoluto.) El escolástico ve al arte abstracto, en el contexto de una sociedad cada vez más carente de espiritualidad y apegada a este mundo, casi como un proceso histórico inevitable. ¿Adónde más pudo haberse dirigido el arte una vez que había pintado la naturaleza hasta el hartazgo y se había agotado con el panteón grecorromano? El arte podía intentar recobrar algo de la simplicidad primitiva de los siglos anteriores (también de manera egoísta, casi condenando esta idea al fracaso) o podía, tal como principalmente hizo, quedarse cada vez más inmerso en su propia técnica, esto es, en las condiciones materiales y subjetivas del arte más que en el arte mismo; así también, en la filosofía desde Descartes los pensadores se han inmiscuido cada vez más en el contenido de sus propias mentes y el significado de su propio lenguaje que en el mundo que los rodea y cuyo descubrimiento es su verdadera vocación.

Violín y guitarra, Pablo Picasso

Pendour, Barbara Hepworth (1903-1975)

“En la práctica denominamos ‘abstracta’ a toda obra de arte que, aunque tiene su origen en la percepción del artista de un objeto en el mundo externo, pasa a ser una unidad estética consistente en sí misma e independiente, pero que bajo ningún aspecto depende de una equivalencia objetiva.” Herbert Read, Art Now (1948)

Entonces, por un lado, el escolástico considera al arte abstracto un intento ilegítimo (y tan solo puede llegar a ser un intento) de deshacerse de las condiciones materiales y subjetivas del arte para acceder a un mundo de pura forma. En palabras de Charles Baudelaire:

El apetito desmesurado por la forma arrastra al artista hacia desórdenes monstruosos y desconocidos (…) la pasión frenética por el arte es un cáncer que lo carcome todo. Como la ausencia definitiva de lo que es correcto y verdadero en el arte equivale a la ausencia del arte, el hombre desaparece por completo.

Por lo tanto, la idea del “arte por el arte mismo” tiene un sentido muy específico para el escolástico. En tanto que signifique que el arte no posee otra norma más que el bien de la obra en sí misma, es correcta. En tanto que signifique otorgarle al arte una condición exaltada, desproporcionada en relación a su lugar en la sociedad, representa un cierto tipo de idolatría, demasiado evidente hoy en día en el mundo de las colecciones y los coleccionistas, de las galerías y las mega exhibiciones, y conlleva una discusión sin fin sobre el lugar del arte, lugar que, de por sí, no merece.

Entierro en Ornans, Gustave Courbet (1819-1877)

Por otro lado, el arte abstracto también se puede ver como una reacción extrema al flácido materialismo que, no sin razón, se había asociado al naturalismo del arte europeo posrenacentista. Y el materialismo es tan enemigo del arte como el abstraccionismo. Con esto no pretendo decir, por ejemplo, que el realismo francés del siglo XIX haya sido un completo error, aunque, como dije, la cámara (invento que lo inspiró) lo sepultó de una vez por todas. Más bien, la cuestión es si todo lo que significa el splendor formae se reduce al splendor formae materialis, en particular con respecto a la vida humana. El realismo socialista, por ejemplo, basado en el pleno materialismo filosófico, se hunde a sí mismo en un mar de puños alzados y obreros fabriles en marcha y, en consonancia con su ideología subyacente, pone de relieve un historicismo y un materialismo demoledores que lo hacen incapaz de capturar el esplendor de la forma, ya que su objetivo no es el gozo del espíritu, sino la exaltación de la lucha perpetua. La lucha es parte de la existencia humana y el arte ha dado testimonio de ello a través de los siglos, pero la vida se trata de más que eso y la humanidad no marcha al son de una perpetua lucha de clases.

Congreso de los soviets de todas las Rusias, Pogodin

Obrero y koljosiana, Vera Mukhina (1889-1953)

La naturaleza, entonces, es literalmente inimitable. La humildad artística reside en la continuación del impulso creativo junto con un rechazo a buscar reproducir lo irreproducible. El artista puede ensayar la similitud, pero es principalmente una similitud espiritual que refleja una parte de la verdad. Puede ensayar el realismo, pero debe ser un realismo trascendente que busque, dentro de las capacidades limitadas del artista, alcanzar la cosa, no la impresión; la cosa, no la emoción; la cosa en su encarnación esencial, no la forma que flota libre de toda materia, a la manera platónica; pero siempre debe ser la cosa con su significado espiritual, su importancia para el alma: desde la más pequeña brizna de hierba hasta el drama escatológico más sublime. En las felices palabras de Paul Claudel, en una introducción a un poema sobre Dante, es “esa realidad bendita, dada de una vez por todas, en el medio de la cual nos ubicamos” la que debe ocupar la energía y el talento de todo artista.

Si por tanto el artista es, al igual que el resto de la humanidad, pero a su manera particular, alguien que busca la verdad, ¿debe también buscar el bien? Porque tal como dicen los metafísicos escolásticos, el bien y la verdad son aspectos de una sola realidad. ¿Cuál es la relación apropiada entre arte y moral? Dado que antes afirmé que el fin único del arte es la obra por hacerse y su belleza, ¿cómo puede la moral en sí formar parte de él?

La respuesta es que el artista, aunque es artista, también es hombre. Por lo tanto, el fin de su vida debe ser el bien, aquello que satisface su naturaleza como animal racional, una criatura con cuerpo y espíritu. Para el escolástico este es por supuesto un fin sobrenatural, una vida de gracia en este mundo y de beatitud en el mundo futuro. Si el artista hace del arte su fin en la vida, este fin se convierte en idolatría, tal como la anterior cita de Baudelaire aclara. El arte puede elevar y el gran arte debe elevar, pero el arte nunca puede salvar.

La idea de la salvación a través del arte llega a nosotros desde diversas fuentes: Nietzsche es una y el romanticismo es otra. Según Nietzsche, “el arte es la mayor tarea y la actividad metafísica propia de esta vida”. Para quienes creen que Dios ha muerto, este pensamiento es tentador y se ha infiltrado en la cultura moderna. Para los oídos actuales, las palabras de Miguel Ángel son ajenas: “La pintura y la escultura perderán su encanto una vez que el alma se incline hacia ese amor divino que abrió sus brazos en la Cruz para recibirnos”. Y aun así, ¿cómo puede el arte salvar si sus símbolos son de otra realidad? Si el arte no apunta más allá de sí mismo, ¿a dónde puede apuntar? A sí mismo, o bien, a la mente del artista. Pero si se pierde en la eterna autorreferencialidad, se vuelve vacío de contenido y todo lo que queda es la forma, que por lo expuesto es una abstracción excesiva. Si apunta a la mente del artista, se termina perdiendo en un solipsismo que solo puede alimentar la vanidad y la hibris del artista. El arte jamás puede ser salvífico.

El beso, Constantin Brancusi (1876-1957).

Carga negativa, Rachel Whiteread (1963).

“Lo que es real no es la forma externa sino la esencia de las cosas.”

“Un interruptor doméstico, fabricado al revés en delicado yeso, se convierte en una fuente impenetrable de energía embalsamada.” http://www.parkettart.com/

Dado que el arte no es el bien del hombre sino uno de entre una serie de bienes que en su conjunto hacen a la felicidad humana, debe ocupar el lugar apropiado y subordinarse hacia un fin mayor y más elevado. El artista no puede ser grande si (al menos mientras trabaja) no se deja llenar de la pasión por el bien y sobrepasar por el gozo espiritual que al menos se nos concede en este valle de lágrimas. Su arte es el medio a través del cual, de manera envidiable para la vasta mayoría de quienes carecemos de ese don, puede intentar extenderse hacia el infinito que está siempre fuera de nuestro alcance en esta vida, cercano a la unión mística. Pero solo puede intentarlo, ya que también es mortal y por ende está sujeto a la finitud del mundo creado en tanto que, como nosotros, transite este arduo camino con sus alegrías y sus tristezas. Su arte debe, al menos hasta cierto punto, estar sujeto al país, la nación, las costumbres, la tradición y la tribu.

Pero en constante tensión creativa con ellos, el artista busca trascender, transmitir un mensaje universal. El artista no necesita ser un santo… ¿Qué artista además del beato Fra Angélico alguna vez lo fue? Incluso un homicida y pendenciero como Caravaggio pudo crear La decapitación de san Juan Bautista o La crucifixión de san Pedro, por no mencionar las incontables grandes obras tanto sacras como profanas creadas por hombres de dudosa virtud a lo largo de la historia del arte.

La decapitación de san Juan Bautista, Caravaggio

La crucifixión de san Pedro, Caravaggio

El buen artista no siempre es un buen hombre, tal como un buen hombre no siempre es un buen artista. Pero si debe exclamar, como el joven san Agustín, “Señor, hazme bueno, pero no todavía”, entonces que, como el santo, conozca el bien y lo ame y lo busque. Aunque su arte no lo haga bueno, quizás lo pueda hacer conocerse a sí mismo y conocer su completa debilidad en medio de su fortaleza artística. Si a través de su arte no puede elevarse a sí mismo, que eleve a otros. Si debe representar la fealdad, que su arte no sea feo: confundir lo horripilante del tema con la falta de estética de la obra es malinterpretar la función del arte por completo. Pero el gozo del espíritu tampoco es caer en la sensiblería ni ocultar la verdad tras una capa de delicadeza engañosa, ya que la verdad no puede soportarlo.

El arte, por lo tanto, contiene un deber moral sagrado al que se subordinan todas las maravillas de la destreza, la técnica y la innovación. Si el artista se propone repugnar, degradar o excitar, viola ese deber. Si pretende mostrar su inteligencia, que sea la santa inteligencia de una modestia íntegra. Si desea causar un impacto, que sea un impacto justo, no el impacto de la alcantarilla, cuyo hedor hace que sea imposible respirar. El artista siempre debe ser miembro de una comunidad de hombres en primer lugar y de artistas en segundo lugar. Como tal, debe ser consciente del efecto de su obra en los demás y, sin caer en una actitud puritana ni en la sensibilidad excesiva, debe saber que el poder que domina puede utilizarse tanto para el bien como para el mal. Que su impulso creativo se eleve, pero que no deje al mundo de los hombres detrás.

Aceleración cigótica, modelo libidinal desublimado biogenético, Jake (1966) & Dinos (1962) Chapman

No es difícil ver por qué la visión del arte de la filosofía perenne no tiene lugar en la teoría moderna del arte o en el mundo de la discusión crítica. Lo mejor que de vez en cuando se dice de ella es que solía ser apropiada para una época pasada, pero que no tiene peso en un mundo que se ha vuelto duro y frío, en el que el ego estético ha alcanzado un nivel sin precedentes, en el que Picasso dice: “El Partenón es en realidad un corral sobre el que colocaron un techo”; “Ha de haber una dictadura absoluta (…) una dictadura de los pintores (…) una dictadura de un pintor (…) para acabar con todos aquellos que nos han traicionado, para acabar con los tramposos, para acabar con los timos, para acabar con el amaneramiento, para acabar con lo atractivo, para acabar con la historia, para acabar con un montón de cosas más”; “¿Qué es la verdad? La verdad no puede existir (…) La verdad no existe (…) La verdad es una mentira”; “‘Jamás vi en ningún museo una imagen tan bella como esta’, me dijo [Picasso], señalando un trozo de hojalata que colgaba de la puerta. ‘El hombre que hizo esta pintura no estaba pensando en su gloria’”; “Yo detesto a la gente que habla de lo ‘bello’. ¿Qué es lo bello? ¡En la pintura hay que hablar de problemas! Los cuadros no son otra cosa que investigación y experimento. Nunca pinto una obra de ‘arte’. Todos mis cuadros son investigaciones”. Y demás.

Si el artista contemporáneo (o, más bien, aquellos en los que se derrocha la atención de la crítica, no de quienes nada oímos) en verdad cree que su condición se ve representada por sentimientos como los que expresa el español, si tales pensamientos hacen eco en su pecho, entonces nos podemos preguntar legítimamente qué futuro tiene el arte occidental. Si por fin el arte contemporáneo, como la serpiente paradójica, termina de consumirse a sí mismo, entonces quizás la filosofía perenne, aunque no grite, al menos le susurrará a una nueva generación.

Arsewoman in Wonderland, Fiona Banner (nominado al Premio Turner 2002)

Poesía concreta, Fiona Banner

Este documento es la transcripción editada de una conferencia brindada en la Royal Academy of Arts en junio de 2003. El autor es profesor de Filosofía en la University of Reading, Inglaterra, y desea agradecer a la Asociación de Egresados de las Royal Academy Schools por la invitación a brindar esta conferencia.

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