Paul E. Meehl
Psychology: Does Our Heterogeneous Subject Matter
Have Any Unity?
Vínculo al texto original:
Psychology: Does Our Heterogeneous Subject Matter Have Any Unity?
Paul Everett Meehl
Psicología: ¿existe la unidad
en nuestro objeto de estudio heterogéneo?
La pregunta de mi título, que quizás podría ser más asertiva si nos preguntamos “¿Existe algo que nos mantenga unidos?”, ha sido un tema recurrente en el pensamiento sobre nuestra extraña profesión al menos desde la Segunda Guerra Mundial y, por momentos, supo convertirse en crisis cuando la pregunta parecía ser “¿Estamos a punto de colapsar?”. A mediados de la década de 1960, encabecé una comisión especial de la APA [Asociación Estadounidense de Psicología] en torno a una controversia que se generó por una disputa legal vergonzosa en Nueva York, donde el distinguido psicólogo experimental Gibson fue procesado por brindar una conferencia sin haberse molestado en ser licenciado en psicología, y fui un miembro ruidoso, aunque inútil, de la “comisión de expertos” de Clarke (Comisión sobre la relación entre los objetivos científicos y profesionales de la psicología, 1967), la sucesora de mi comisión especial. Pero en este momento no es mi intención hablar sobre licenciaturas, política, pagos de terceros y demás. Más bien, pretendo concentrarme en algunos problemas filosóficos sobre la relación entre teoría y práctica, entre la ciencia básica y las artes médicas, que espero que les resulten interesantes. De más está decir que estas cuestiones teóricas se relacionan con temas tan mundanos como el dinero, y esta relación es recíproca, como todos sabemos si pretendemos ser honestos. Por ejemplo, el temor a los psicólogos como competencia profesional tuvo injerencia en algunas de las formulaciones del controvertido DSM-III, un secreto a voces tal que el distinguido director de ese grupo de trabajo, el Dr. Robert Spitzer, ha dado conferencias públicas con el título “La política del DSM-III”. Por otro lado, podría sospecharse que la aversión de algunos psicólogos clínicos a los procedimientos médicos orgánicos, como el uso de psicotrópicos y terapias empíricas, se relaciona con el hecho de que son modos de curación para los que carecemos de competencia o permiso legal.
Dudo que exista un solo objeto de estudio académico, clasificado bajo un paraguas administrativo determinado, en el que tanto el objeto como los métodos de investigación sean tan heterogéneos como los del Departamento de Psicología. A menudo almuerzo con mis colegas del campo de la psicología experimental. Excepto por el hecho de que, a diferencia de mí, saben un poco de matemática de nivel universitario, las discusiones sobre temas académicos en esa mesa suelen asemejarse a charlas informales. Por ejemplo, el profesor Burkhardt me explica que los potenciales graduados cumplen una función tan importante en la percepción visual como los picos de acción potencial en el axón o yo le explico qué quiero decir con aplicar el proceso de bootstrap en la taxometría. Es posible hallar dos psicólogos académicos competentes y muy productivos que, si almuerzan juntos, se vean forzados a discutir sobre las chances de que los Twins de Minnesota obtengan el título o el talento teatral de Ronald the Red Killer, a causa de la casi nula coincidencia en sus conocimientos e intereses sobre psicología. Podríamos preguntarnos por qué ocurre esto, si se puede hacer algo al respecto o (la primera pregunta que debería surgir) si en definitiva tiene importancia alguna. ¿Por qué un genetista del comportamiento que estudia la transmisión de la esquizofrenia debería poder conversar con un experto en los procesos electroquímicos que ocurren en la retina de las percas Sander vitreus?
La Asociación de Psicología de Minnesota celebra su aniversario número cincuenta, pero yo ya pasé la marca de los sesenta, algo que, si mal no entiendo las costumbres de nuestra cultura, me habilita a sentir un poco de nostalgia ilusoria, ya sea que me una a las Panteras Grises o no. Le prometí a Sue Rydell que aquí intentaría hacer algo más que lamentarme por los viejos tiempos o hablar sobre los gigantes en la tierra. Pero me temo que, a los 66 años, esa nostalgia ilusoria en torno a la integración de la psicología es en parte verdadera. Sería difícil transmitirle a los jóvenes del público la sensación de “optimismo integrador” prevalente entre profesores y estudiantes de psicología en 1941, cuando comencé mis estudios de posgrado. Cuando les hablo a los estudiantes sobre esto, o incluso a algún profesor joven, me da la impresión de que nuestra actitud hace 45 años con respecto a este tema debe de resultarles harto ingenua por tratarse de gente razonablemente brillante. Pero, amigos, solo pensemos en los grandes libros que aparecieron en la década 1935-1945, periodo en el que era un estudiante de grado y posgrado, con la obtención de mi doctorado en el año en que finalizó la Segunda Guerra Mundial. Pensemos, por ejemplo, en Criteria for the Life History (1935) de Dollard, The Vectors of Mind (1935) de Thurstone, Social Learning and Imitation (1941) de Miller y Dollard, Personality: A Psychological Interpretation (1937) de Allport, Explorations in Personality (1938) de Murray, Frustration and Aggression (1939) de Dollard, Doob, Miller, Mowrer y Sears y Principles of Behavior (1943). (Omití el libro más importante de ese periodo, a saber, Behavior of Organisms de Skinner, porque solo unos pocos en Minnesota apreciamos entonces su relevancia monumental.) Estos “grandes libros” de la década fueron obra de intelectuales de primer nivel con sesgos e intereses muy diversos y casi nula convergencia en sus técnicas de investigación, pero para una persona que no fuera ni tonta ni histeroide era posible ver en ellos los signos de un rápido avance y de una integración intelectualmente satisfactoria. Thurstone nos instruía en cómo identificar los factores mentales de las diferencias individuales, Hull matematizaba las leyes del aprendizaje, el grupo de Yale traducía conceptos freudianos a la teoría del aprendizaje y llevaba a cabo experimentos ingeniosos para mostrar la formación reactiva y el desplazamiento en las ratas. Si bien supongo que ninguno de nosotros tenía la loca idea de que la psicología estaba casi al punto de llegar a ser como la química o la física, estos avances sorprendentes hacían razonable pensar que no pasarían muchos años para que se concretara una gran labor para integrar la clínica, el laboratorio y el consultorio.
John Dollard
A pesar de haberme entretenido muchísimo con la psicología (tanto con ratas como con pacientes) y haber recibido de mi profesión más caricias al ego de las que merezco, en cierta forma debo decir que, a los 66 años, soy un hombre un poco frustrado. Por ejemplo, cuando era estudiante universitario, daba por sentado que para el momento en el que alcanzara mi edad actual ya tendría una idea bastante clara de qué parte del corpus de la teoría freudiana era verdadera y qué parte no. Si bien aprendí algunas cosas desde entonces, teniendo en cuenta que hoy me consideraría casi un 40% freudiano, mientras que en la década de 1950 yo afirmaba ser un 60% freudiano, resulta bastante obvio que me iré a la tumba sin siquiera saber aproximadamente cuál debería ser el porcentaje correcto.
Ya sea en relación con estos grandes libros o no, es un hecho social que en las charlas entre los profesores auxiliares del antiguo departamento de psicología, que a veces se extendían hasta pasada la medianoche con hamburguesas de White Castle y Coca-Cola de por medio, no existía la bimodalidad que se observa hoy en los estudiantes clínicos entre aquellos que se orientaban a la práctica y aquellos que experimentaban fuertes pasiones cognitivistas. Todos nosotros nos comprometíamos con ambas cosas. Más de una vez, los estudiantes clínicos de la actual generación me han pedido que les explicara este cambio y no sé cómo hacerlo. Ni siquiera sé si es algo malo, excepto que soy consciente, como profesor que también ejerce, de que los estudiantes clínicos con nula pasión teórica me resultan un tanto aburridos, incluso cuando están básicamente en lo correcto.
Un cambio que ocurrió poco después de esa década, un cambio que ayudé a promover como miembro de la conferencia de teoría del aprendizaje de Dartmouth en 1950, fue lo que se denominó “la muerte de las grandes teorías”, incluso dentro de un campo restringido como la cognición animal. Parte del problema con la época de las grandes teorías (Hull, Tolman, Guthrie y compañía) era la obsesión del psicólogo por asemejarse a la física, que lo llevaba a tomar a Newton o a Kepler como el modelo general de toda la ciencia. Eso significaba concentrarse en un solo tipo de teoría, cuando la historia de las demás ciencias demuestra que existen al menos tres tipos de teorías científicas, todas ellas importantes e intelectualmente respetables. Según mi terminología, tenemos teorías dinámicas funcionales, de las que la mecánica clásica o la termodinámica serían ejemplos, y cuyos paradigmas son sistemas de ecuaciones diferenciales que nos dicen cómo cambian ciertas variables en el tiempo frente a otras. Luego, tenemos lo que podrían llamarse teorías estructurales o compositivas, que nos dicen de qué está hecho algo, de qué tipos de sustancias o partes se compone, y cómo se articulan entre sí. Los ejemplos serían teorías sobre estructuras químicas como el anillo de benceno, la mismísima tabla periódica como una lista de los tipos de sustancias de las que se componen otras sustancias más complejas y la teoría del ADN. En tercer lugar, están las teorías históricas o del desarrollo, como la teoría del Big Bang en la cosmología, la teoría de la deriva continental en la geología y la teoría de la evolución de Darwin. Cometimos un error al enfocarnos solo en las teorías dinámicas funcionales como si los otros dos tipos fueran menos interesantes o respetables; de hecho, las teorías estructurales o compositivas constituyen algunos de los avances científicos más relevantes.
En la psicología, Skinner, Hull y partes de Freud son dinámicos funcionales; otras partes de Freud son estructurales, pero de manera curiosa, y otras nociones psicológicas como las de Hebb también son estructurales. Por último, la teoría del desarrollo de la libido de Freud y las teorías de Piaget sobre el desarrollo de la cognición son históricas. Cada uno de estos tipos de teoría tiene sus propios criterios de evaluación y, en cierto sentido, su propia finalidad teórica. No son marcadamente distintas; una teoría estructural sobre el funcionamiento de un reloj de pie explica por qué el reloj funciona más rápido en invierno, en términos de la contracción del metal del péndulo y la ley del péndulo de Galileo. Esta explicación presenta afirmaciones estructurales sobre la disposición de las partes internas del reloj, pero deduce propiedades molares de la estructura en su totalidad, a través de principios dinámicos funcionales de la mecánica y el calor. Pareciera que una de las dificultades de la psicología es que la vinculación de niveles teóricos a la manera del reloj de pie es más difícil de alcanzar, algo que lleva a muchos psicólogos a decir que el intento
debe hacerse a un lado hasta el momento en el que ocurra de manera casi automática, posición que Skinner toma en torno a la relación del comportamiento molar con el sistema nervioso.
Cuando era estudiante, todos los profesores de psicología (académicos con intereses y enfoques tan diversos como Paterson, Heron, Hathaway y Skinner) compartían al menos un factor común, esto es, el compromiso científico general de no engañar ni dejarse engañar por nadie. En el mundo de la práctica clínica de hoy ocurren algunas cosas que me preocupan en este sentido. Esa escepsis, esa pasión por no engañar ni dejarse engañar por nadie, no parece ser una parte tan fundamental en la formación intelectual de todos los psicólogos como hace medio siglo. Una marca de un buen psicólogo es ser crítico al evaluar la evidencia. A este respecto, debería tener una mentalidad similar a la de un auditor, un fiscal o un detective. He oído sobre algunas declaraciones testimoniales psicológicas en tribunales locales en las que esta mentalidad crítica parece estar ausente.
No es una cuestión de abandonar o no “estándares científicos de prueba” porque uno se halle en un contexto clínico en el que los datos duros puedan ser difíciles de obtener. Es más que eso. Si a la hora de tomar decisiones de vida o muerte sobre la salud de una persona yo implemento un procedimiento diagnóstico que ha probado carecer de validez repetidas veces, y obtengo dinero del paciente o de los contribuyentes por ello, entonces aquello se transforma en una cuestión ética. Una de las dimensiones más profundas y extendidas que separan a los psicólogos en estas cuestiones es la famosa distinción de Russell y Whitehead entre ser simple y ser confuso. Esta diferencia tiene poco y nada que ver con ser brillante o tonto, ya que hallamos gente brillante y tonta en ambos lados. En el contexto de la investigación, a veces tengo la impresión de que a los psicólogos simples les cuesta descubrir algo interesante, mientras que los confusos descubren todo tipo de cosas interesantes que no lo son. Los simples tienden a ser hiperoperativos, a estar demasiado atados a los estándares de evidencia rígidos (por lo general basados en ideas falsas sobre la filosofía y la historia de la ciencia) y a despreciar las explicaciones que les resultan innecesariamente complejas. Los confusos pueden estar en una mejor posición desde el punto de vista ontológico, ya que el mundo es complejo y el cerebro humano es al menos tan complejo como el riñón. Su problema no es tanto su preferencia por ciertos tipos de conceptos explicativos como sus estándares de evidencia, en general débiles.
Me pregunté a mí mismo cuál de estas dos fallas cognitivas es más grave y no llegué a una respuesta clara. Sin embargo, he notado algo que me hace tener una leve preferencia por el simple. Si uno se esfuerza mucho y es inventivo con los ejemplos clínicos, a veces es posible captar el interés intelectual de un psicólogo simple y hacerle ver que las cosas son un poco más complicadas de lo que se imaginaba. La simpleza como orientación metodológica es, en algunos casos, curable. Pero jamás conocí a alguien confuso que le fuera bien. La confusión es una enfermedad intelectual incurable. Creo comprender las razones de esta diferencia. Para “arreglar” a alguien, para curar a alguien, se necesita cierta capacidad para influir y, si bien la persona simple tiene un sesgo, es posible lograr esa influencia gracias a su compromiso con explicar la evidencia; si se le presenta el tipo de evidencia indicado, se verá cautivado. Pero no es posible influir sobre una persona confusa, porque la confusión misma vuelve a sus víctimas inmunes a las objeciones críticas. No es posible hacer que se sienta incómodo por el hecho de pensar de manera descuidada, porque parte de su confusión consiste en no saber que piensa así.
Al discutir la relación entre la ciencia básica (y la investigación cuantitativa a nivel clínico) y la práctica clínica, es imperativo marcar cierta distinción. El contexto pragmático nos fuerza a los clínicos a tomar decisiones (ya sea una decisión sobre qué decirle a un juez o si un paciente debe ser hospitalizado por riesgo de suicidio o si ofrecer una interpretación en determinado punto de una sesión de terapia) con base en fundamentos probatorios menos convincentes que los que preferiríamos para un seminario de investigación. No hay por qué sentirse culpable al respecto. Todas las ciencias aplicadas, ya sea la ingeniería, la odontología, la contabilidad o la psicología clínica, le permiten al profesional, en determinados contextos y por necesidad, hacer juicios que no defendería como parte de una tesis de doctorado o de un artículo científico. Cuando el clínico con orientación científica critica a algunos clínicos por ser “acientíficos”, no objeta a esta toma de decisiones inevitable en el contexto pragmático, y debe ser muy claro con respecto a ello, so pena de sonar como un purista perfeccionista y obsesivo. Lo que algunos de nosotros objetamos al evaluar algunas prácticas clínicas actuales es la persistencia de ciertos enfoques (ya sean diagnósticos o terapéuticos), a pesar de la clara evidencia en contra de su validez o eficacia. Decir “Bueno, la evidencia científica no es clara con respecto a esto, pero debo hacer algo por el paciente” o “Debo decirle algo al juez” no es, repito, no es lo mismo que “No me importa si la evidencia investigativa sobre la Prueba proyectiva de la pelota de tenis en el canasto de Minnesota muestra que no predice nada, no estoy en un laboratorio, estoy en una clínica y la usaré de todas formas”. Esto último no solo es intelectualmente vergonzoso, es poco ético.
No estoy insinuando que solo los datos científicos en alguna forma cuantitativa deban garantizar un cambio en el propio sistema de creencias y por ende en la propia práctica clínica. La experiencia clínica acumulada, incluso las conversaciones sobre cuestiones clínicas con colegas experimentados, son una fuente admisible de evidencia “blanda”, tal como lo fue durante muchos años en la medicina. Pero habiendo concedido esto, debemos tener en cuenta la cantidad de teorías y prácticas en la medicina antigua, antes de la aparición de la medicina de laboratorio y la experimentación controlada moderna, junto con la aplicación de estadísticas adecuadas a pruebas clínicas, que resultaron ser injustificadas y, de hecho, mortales para muchos pacientes. Nadie que esté familiarizado con la historia de la medicina puede sostener de manera razonable que la mera afirmación “La experiencia clínica demuestra que…” es una respuesta totalmente adecuada para un escéptico, y resulta arrogante confundir “La experiencia clínica demuestra…” con “Mi impresión clínica es…”, cuando el hecho mismo de que el escéptico formule la pregunta es suficiente para probar que las impresiones clínicas de distintos profesionales no llegaron a una convergencia satisfactoria.
En mi propio caso, no soy consciente de ninguna adhesión ideológica, lealtad personal o presión financiera que haya influido en las visiones psicoterapéuticas de mis 45 años de experiencia. Creo que la única razón por la que mi enfoque para intentar ayudar a la gente es hoy más “activo”, más cognitivista y menos psicoanalítico de lo que era en la década de 1950 consiste en mi fuerte impresión de que el enfoque psicoanalítico, si bien más ameno para el terapeuta y a veces para ambas partes, es menos eficiente y mucho más costoso y lento que la TRE. Preferiría tener muchos más datos duros al respecto, pero al menos puedo notar que el metaanálisis de Smith y Glass (1977) le da una ventaja a la terapia conductista y cognitiva por sobre la terapia psicodinámica, lo que me dice que mi experiencia clínica al menos no se contradice con el mejor conjunto de datos cuantitativos disponible en este momento.
Tomo el siguiente ejemplo de mi propia práctica: muy pocas veces participé en tratamientos de esquizofrenia florida, ya que no estoy completamente de acuerdo con que los no médicos traten a los esquizofrénicos agudos de manera ambulatoria, aunque esto es algo muy debatible. Pero sí dediqué muchas miles de horas de trabajo asistencial e intensivo a pacientes esquizotípicos no psicóticos de tipo Hoch-Polatin semicompensados o descompensados. El resultado cuantitativo de las investigaciones sobre esquizofrenia aguda son considerables y consistentes; de hecho, incluso si tomamos solo el libro de May (1968), dada la calidad profesional y experiencia de los planificadores y supervisores de ese proyecto, es difícil negar que la psicoterapia no influye de manera apreciable en el tratamiento de la esquizofrenia florida, al menos en cualquier aspecto que sepamos detectar. Que un psicólogo decida tratar la esquizofrenia aguda y obtenga una remuneración por ello o haga creer a la familia que podría tener un impacto en el desarrollo del cuadro es algo que consideraría de dudosa fiabilidad. Entonces, si yo implementara dicha práctica, existiría un conflicto entre mis impresiones clínicas (si yo pensara que puedo ayudar a esta gente) y lo que demuestra la evidencia científica. Ese sería un caso de insistir en hacer algo a pesar de que exista evidencia sólida en contrario.
Pero en cuanto al síndrome de Hoch-Polatin, si bien no conozco evidencia afirmativa sobre la eficacia de la psicoterapia para estos pacientes, el punto es que no conozco ningún conjunto de datos negativos considerable que indique que no “funciona”. Como tengo fundamentos teóricos para pensar que debería ser más sencillo para el psicoterapeuta, si está preparado para trabajar con este tipo de pacientes, ayudar a estabilizarlos una vez que se hallan en el lado sano del punto de equilibrio, y como mi experiencia clínica (que admito que no está científicamente cuantificada) me lleva a creer que suelo poder apreciar un vínculo entre lo que hago y lo que ocurre, no considero que trabajar con pacientes de este tipo sea acientífico o poco ético.
Esto es algo que no tiene nada de confuso: es ni más ni menos que la diferencia entre dos situaciones. En una de ellas, las impresiones subjetivas, que todos sabemos cuán falibles pueden ser (obtener un doctorado no nos cura del sesgo, de la falsa memoria o de las falacias familiares que son el origen de las supersticiones), se oponen a los datos de investigación negativos, incluso cuando estos últimos se recabaron y analizaron de manera apropiada y sofisticada. Pero el otro caso es la ausencia de datos de investigación afirmativos, en el que permitirse hacer juicios con base en la teoría y la experiencia clínica es aceptable.
Clark Leonard Hull
Algo desconcertante sobre la psicología, cuando la contrastamos con campos como la medicina o la ingeniería (y conozco lo suficiente de esas disciplinas como para no exagerar su rigor y exhibir el complejo de inferioridad científica del psicólogo), es la débil conexión débil o dudosa traducibilidad que se suele apreciar entre los conceptos de los distintos niveles de análisis. En la sociología inicial se nos explicó la famosa “pirámide de las ciencias” de August Comte y el controvertido problema relacionado de la reducción conceptual. Los filósofos de la ciencia nos dicen que la reducción total de los conceptos en un nivel de análisis (por ejemplo, en una teoría estructural compositiva muy exitosa como el ADN) es menos común de lo que se supone. De todas formas, el descubrimiento de Crick y Watson es de una belleza impactante, y lo mismo se puede decir de otras ramas de las ciencias físicas y biológicas. Sabemos para qué sirve el hígado y cómo funciona, y podemos formularlo casi todo en términos de microestructura y bioquímica.
Sin embargo, la existencia de ejemplos impresionantes de reducción conceptual, donde tanto los conceptos como las leyes tienen, si no una deducibilidad rigurosa de un nivel a otro, al menos una sólida cuasi deducibilidad a partir de cláusulas ceteris paribus adecuadas, no significa que el científico aplicado traduzca constantemente afirmaciones de un nivel por afirmaciones de otro nivel. Cuando un técnico en calefacción viene a tu casa para descubrir cuál es el problema con el sistema de calefacción en el clima de Minnesota, habla en términos de BTU, pies cúbicos de aire que se mueven, espesor de aislamiento y demás. No formula un diagnóstico o recomienda un tratamiento en términos de la teoría cinética del calor (escribir ecuaciones para la energía cinética media de las moléculas, la distribución de probabilidad de sus velocidades, etc.) y, si encima se graduó hace muchos años, le resultaría difícil pensarlo de esa manera. Sin embargo, los conceptos y las leyes de la ingeniería en calentamiento se basan casi por completo en esa teoría cinética del calor, así como lo que el médico hace al trabajar con tu hígado se basa en las ciencias básicas de la histología y la bioquímica. Por alguna razón que ni yo ni cualquier otra persona a la que haya oído o leído hablar al respecto tenemos en claro, rara vez se aprecia semejante deducibilidad de los conceptos y leyes con los que trabajamos los psicólogos a partir de las ciencias básicas. Esto es tan obvio y extendido que por lo general no nos molestamos en mencionarlo, lo damos por sentado. Muy pocas veces pensamos en la relación entre, por ejemplo, las medidas de consistencia interna y confiabilidad en un inventario de personalidad verbal estructurado como el MMPI [Inventario Multifásico de Personalidad de Minnesota] y la ciencia básica de la psicolingüística. Las traducciones entre niveles, incluso cuando son bastante exitosas y convincentes, no suelen llevar a una traducción inversa al nivel molar original, en la que nuestra presunta comprensión de la maquinaria, basada en esta reducción teórica, nos aporta ideas verdaderamente nuevas.
Por ejemplo, durante algunos años usé el libro de 1950 de Dollard y Miller sobre la personalidad y la psicoterapia como material complementario en un curso de psicología clínica y, en retrospectiva, no me arrepiento de ello, porque fue un buen trabajo de su tipo. Ellos intentaron formular la terapia psicoanalítica y la teoría de la neurosis en términos de la teoría del aprendizaje hulliana. No es en verdad posible y me atrevería a decir que a Freud no le hubiera impresionado mucho, pero fue un esfuerzo heroico por parte de dos mentes muy capaces. Incluso hoy, consideraría que ciertos aspectos son en gran medida correctos. Por ejemplo, desde el psicoanálisis hablamos de la dosis apropiada de ansiedad y conectamos eso con la idea de que las interpretaciones no deberían ser ni demasiado profundas ni demasiado superficiales (no es una tautología tan vacía como suena). Podemos formular el proceso interpretativo en términos de dos tipos de condicionamiento (aquí le agrego un poco de Skinner a Hull), a saber, que las palabras del terapeuta, poner en lenguaje, como dice Fenichel, “aquello que está disponible como derivado preconsciente cuando se le presta atención, y un poco más”, tiene dos efectos simultáneos o concurrentes que parecerían oponerse entre sí, a menos que sepamos que se dirigen a dos condicionamientos diferentes. La interpretación de la defensa, a veces combinada con una interpretación del impulso reprimido, tiende a provocar la extinción experimental de la defensa como una forma de condicionamiento instrumental, porque la adquisición y la conservación del operante defensivo se basó en el aprendizaje de evitación, y si no es posible “evitar con éxito”, dada la formulación del terapeuta, esto constituye una prueba de extinción desde el punto de vista del psicólogo experimental. Sin embargo, inducir la formulación del paciente en la respuesta, junto con las acciones posturales, gestuales e introspectivas, no se castiga a la manera de las figuras significativas de la niñez, por lo que el condicionamiento clásico o pavloviano (el condicionamiento de tipo S de Skinner) subyacente también sufre cierta extinción. Si las interpretaciones son prematuras o burdas o si no se establece una transferencia positiva adecuada (no traduciré eso en términos de la teoría del aprendizaje, pero no ha de ser difícil), la dosis de ansiedad es excesiva y la erosión del condicionamiento respondiente no ocurrirá. Pero por otra parte, si el terapeuta se muestra remiso, el lado de la extinción operante en este proceso bipartito fracasa. Hablamos entonces de “seguirle la corriente a la resistencia”. Fenichel dice que el analista debe ser como el cirujano: no se puede practicar una cirugía si se tiene miedo de derramar sangre.
Albert Ellis
Si bien este es un punto de vista esclarecedor sobre el proceso interpretativo y permite entender de manera semicuantitativa por qué se necesita la dosis apropiada de ansiedad, no estoy seguro de que esta reducción, incluso si se la acepta como una explicación completa (que probablemente no lo sea), me diga demasiado que, como psicoterapeuta, ya no supiera cuando el proceso se formuló en términos psicodinámicos, más que del aprendizaje. No he leído el libro últimamente, pero creo recordar que casi el único lugar en el que la formulación de Dollard y Miller genera algo nuevo a través de la explicación del proceso es en su deducción semicuantitativa de la reacción terapéutica negativa; dudo que Freud aceptaría esa explicación, ¡aunque quizás debería! Entonces, si de sugerir técnicas nuevas o de criticar las tácticas psicoanalíticas estándar como contraproducentes se trata, no creo que se pueda hallar nada de eso en el libro.
Consideremos la terapia racional emotiva (TRE). Si bien en sus escritos teóricos Albert Ellis hace referencia a los estudios clásicos del condicionamiento, la percepción y demás, ¿podría decirse que la estrategia y las tácticas de la TRE fluyen de la psicología general de la cognición, la percepción, la motivación y el aprendizaje? Yo creo que no. En su reciente libro, Overcoming Resistance, que abunda en sugerencias tácticas útiles dentro del marco de la TRE, no creo que se mencionen más de unos cinco o seis principios de un curso de psicología del aprendizaje. Esto nos lleva a pensar en cuál sería la capacitación predoctoral apropiada para alguien que desee ejercer como terapeuta psicoanalítico o racional emotivo. Es por lo menos discutible que una exposición humanista amplia a pensadores como Epicteto y Buda o la lectura de Conquest of Happiness de Bertrand Russell sean una formación más relevante para la práctica de la TRE que un curso sobre cognición animal. Sugerir eso va en contra de mis ideas sobre las “ciencias básicas”, entonces supongo que la idea más razonable sería incluir ambas cosas y desestimar esos cursos carentes de sentido y estúpidos que la gente toma y que no he de nombrar.
Puedo ilustrar tanto el problema de integrar diferentes niveles de descripción o teoría como la tarea de combinar la experiencia clínica con la investigación científica a partir de mi experiencia personal como profesional interesado en la teoría de la esquizofrenia. En 1962, publiqué un esbozo de una teoría de la esquizofrenia y en este momento trabajo en una monografía de actualización, para la nueva revista de Millon [Meehl, 1990]. Por supuesto, mi propia teoría me complace, pero aquí no pretendo hablar de sus méritos a largo plazo, sino de “cómo funciona mi razonamiento” en un problema difícil como este. En cuanto a los niveles, me parece erróneo intentar obtener parte de la neurología blanda (± disdiadococinesia) a partir de los psiquismos, como intentan hacer algunos clínicos psicodinámicos con respecto a los reflejos tendinosos ya descritos por Bleuler y, antes de él, incluso por Kraepelin. Por otro lado, considero que Bleuler, tanto en su clásico de 1911 como en el menos conocido Theory of Schizophrenic Negativism (1910/1911), rebatió por completo los esfuerzos “organicistas” por explicar los fenómenos motrices de la catatonia. El carácter intencional y molar del negativismo catatónico, en especial cuando se alterna en el mismo paciente con obediencia automática, ecopraxia y ecolalia, solo se puede comprender “psicológicamente” y no en términos de una neurología simplista del sistema extrapiramidal, la inervación recíproca, los movimientos balísticos y demás.
Entonces, tenemos una situación en la que se pueden cometer dos tipos de errores sobre los niveles. “Integrar” estos niveles explicativos es un problema de extraordinaria dificultad y algunos considerarían que es inútil intentarlo. Cuando pienso en la neurología y la psicología de la esquizofrenia, dada la abundante evidencia de que se trata de una enfermedad genética (un clínico que no acepte esta conclusión no cuenta), me doy cuenta de que me muevo a uno y otro lado entre la psicodinámica y la neurofisiología especulativa. Por ejemplo, el delirio del fin del mundo, que se halla en las etapas tempranas de la descompensación esquizofrénica, se puede interpretar (si no me equivoco) como la expresión simbólica e intelectualizada del reconocimiento por parte del paciente de que sufre una anulación de la catexis en las representaciones internas de los objetos sociales Una vez más, considero que la anhedonia, el placer dependiente del dolor de Rado y el concepto central de ambivalencia de Bleuler quedan subsumidos bajo el título general de ambivalencia combinada con una deriva aversiva, que es una especie de psiquismo de nivel intermedio. Pero si intento explicar la anhedonia a partir del debilitamiento asociativo primario, lo que Bleuler considera el proceso troncal de la enfermedad, no lo puedo hacer psicológicamente. Debo descender a cierto nivel neurofisiológico especulativo que contemple los centros de recompensa Olds (+) y Olds (-) en el sistema límbico. Esto requiere de bastante habilidad y siempre persiste el problema de cuándo trabajar en el mismo nivel y cuándo cambiar de nivel o intentar una “reducción” conjetural. Además, debemos tener en cuenta la posibilidad de una verdadera “mezcla” de dependencias causales, del tipo que Bleuler sugiere con respecto a algunos de los fenómenos motrices de la catatonia, donde un posible sustrato neurológico, análogo al “cumplimiento somático” de Freud en la histeria, interviene junto con los psiquismos de orden superior que ocurren en los distintos mecanismos del esquizofrénico para desvincularse del ambiente. La paradoja del negativismo con la obediencia automática se resuelve al considerar ambos como maneras de minimizar el contacto interpersonal genuino y de evitar un conflicto interno sobre qué tipo de interacción se debe tener con el entorno social. Aquí es donde entran los psiquismos en la explicación. Sin embargo, quizás aquellos esquizofrénicos que desarrollan los aspectos más impactantes de la catatonia, como la flexibilidad cérea y una asombrosa analgesia, requieran ciertos parámetros “neurológicos” anormales junto con los psiquismos del retraimiento autista. Esta mezcla de niveles explicativos le resulta a algunos psicólogos demasiado complicada, algo que me llama la atención, porque lo único que basta hacer es observar el diagrama de flechas causal del funcionamiento renal descompensado en la medicina orgánica y preguntarse a uno mismo si en verdad se piensa que el cerebro es más simple en sus conexiones causales o menos “jerárquico” o menos “realimentario” que el riñón. Francamente, me parece que este tipo de cosas las hago un tanto mejor que la mayoría de las personas que teorizan sobre la esquizofrenia, porque no estoy enfrascado en el conflicto entre ser un biotropo o un sociotropo, ni en algún tipo de dualismo en el que uno no crea en verdad que la mente es el cerebro en acción.
Los críticos más duros de esta teorización especulativa son los archiconductistas, pero no me molestan tanto. La indudable capacidad de la tecnología de Skinner, que ninguna persona informada discute, no me dice demasiado sobre la aptitud teórica general de sus formulaciones. Me agradó la observación de mi esposa psicóloga (es una especie de exskinneriana), cuando debatíamos, martinis de por medio, sobre el hecho de que Skinner rechaza consistentemente tanto los conceptos como las explicaciones de tipo institucional y social, de que a él le impacientan aquellos que intentan comprender el mundo (por no decir, cambiarlo) en términos de la teoría política o la economía keynesiana, o incluso de la psicología social individual de los rasgos y las atribuciones, por considerar que todos estos son niveles de análisis inadecuados; pero si alguien, como psicólogo, pretende descender en la pirámide de las ciencias, Skinner se queja. Reducir o explicar la conducta en términos de asambleas celulares o genes es anatema, pero al parecer también es malo no reducir la economía keynesiana o la teoría política marxista a los conceptos del conductismo operante. El comentario lacónico de mi esposa fue: “En otras palabras, Skinner es reduccionista o antirreduccionista, según uno ascienda o descienda de su nivel preferido”.
Burrhus Frederic Skinner
En mi pensamiento actual sobre la esquizofrenia, en el que no solo me desplazo de un nivel explicativo a otro, sino también empíricamente, entre mi experiencia de miles de horas de psicoterapia con el síndrome de Hoch-Polatin a los datos de la genética conductual y los nuevos y crecientes estudios de la neurología blanda esquizoide, es desalentador reflexionar que, para hacer las cosas correctamente, se debe reunir demasiado conocimiento sobre muchas áreas en una sola cabeza. Evitando la falsa modestia, que no es uno de mis vicios, me parece razonable decir que no muchos psicólogos clínicos combinan tanta experiencia en el frente de la investigación académica como yo, ni han adquirido tanta competencia en psicodinámica, teoría del aprendizaje, comportamiento animal, genética, estadística matemática y filosofía de la ciencia como yo. Pero, ¡ay!, siento culpa científica por mi teorización a causa de mi conocimiento relativamente escaso de los últimos avances en neurofisiología y mi ignorancia abismal de la bioquímica. Algunos creen que este problema puede tratarse con equipos interdisciplinarios, pero los ejemplos concretos no me convencieron demasiado. Yo pienso que lo ideal es tener toda esa información en una sola cabeza y eso es mucho pedir, ¡incluso para un falso hombre del Renacimiento como yo!
Hace algunos años hice circular un memorando entre mis compañeros del Departamento de Psicología sobre lo efímero de aquello que ocurre en las “áreas blandas” de la psicología. Uno de mis colegas experimentales, el profesor Viemeister, quien estudia el funcionamiento del oído (pertenece a la Sociedad de Acústica, pero no a la APA), me hizo algunas críticas sobre cómo podía mantener mi moral académica si pensaba que las ideas de campos como la psicología social o clínica eran tan efímeras. En respuesta, le escribí un memorando en el que destacaba que existen cinco “tradiciones intelectuales nobles” en la psicología clínica, a los que estoy dispuesto a defender por no ser modas pasajeras. Tienen medio siglo o más de existencia y, si bien algunas avanzan más que otras, todas llegaron para quedarse. Esta es mi lista:
I. Psicometría. Fue el hecho de tener una prueba de inteligencia general que se podía tomar en alrededor de una hora lo que colocó “en la clínica” a los primeros psicólogos clínicos, en primer lugar. La noble tradición de la psicometría se asocia con la psicología de Minnesota en cualquier lugar del mundo, y si bien ocurrieron excesos en el uso de conjuntos de pruebas estándar (por ejemplo, en los primeros días del programa de capacitación de V. A.) que incluían instrumentos de validez incremental despreciable, podemos decir que WAIS, WISC, MMPI, CPI, SVIB, las pruebas de daño cerebral, de memoria y de discapacidades especiales sin dudas llegaron para quedarse. Decidir qué componentes de la personalidad individual son clínicamente útiles de evaluar es una cuestión difícil, sobre la que los profesionales académicos no están de acuerdo. No se presta la debida atención a ciertas distinciones que propuse en el Canadian Journal of Psychology [Meehl, 1959] hace veinticinco años, que versan sobre obstáculos cada vez mayores para justificar el uso de un instrumento psicométrico que cueste tiempo profesional y dinero al paciente o a los contribuyentes. Primero debemos distinguir entre los coeficientes de validez despreciables y respetables; luego, entre la validez respetable y la validez incremental, es decir, aprender algo a partir de la prueba que sea superior a aquello que se podría aprender normalmente de todas maneras; por último, debemos exigir una validez incremental de relevancia pragmática. La prueba debe revelar algo que en verdad contribuya a una toma de decisión para el diagnóstico, la prognosis y el tratamiento. Espero que ya hayamos superado la etapa en la que pensábamos que el propósito de nuestras pruebas era predecir la conducta verbal del psiquiatra, que es un ejercicio carente de sentido: ¡la manera de descubrir qué escribirá en el historial sobre un paciente es preguntarle! La validez de constructo está aquí para quedarse, aunque tengo la impresión de que algunos todavía no lo tienen tan en claro, ya sea desde el punto de vista filosófico o estadístico.
II. Teoría del aprendizaje aplicada (tratamiento de contingencia operante, desensibilización y terapia de aversión). Es interesante destacar que esta es la única de las cinco grandes tradiciones en la que el origen primario de los conceptos y los métodos es el laboratorio experimental, con investigaciones mayormente en animales infrahumanos, aplicado con éxito en la clínica. Si bien Skinner y Wolpe son los actuales nombres descollantes, sin dudas la tradición es aún más antigua (por ejemplo, tenemos el método beta de Knight Dunlap, Watson y Rayner con Albert, el enfoque de enajenación de señales de Guthrie o alguna obra temprana sobre el tratamiento de fobias de la década de 1920). Pienso que, sin importar qué teoría general de la mente se adopte, no se puede poner en duda la capacidad tecnológica de la teoría del aprendizaje aplicada a ciertos tipos de problemas clínicos. Esto cuenta también para los clínicos como yo, que preferimos trabajar con otros métodos, pero que de todas maneras hacemos referencia a (o a veces trabajamos en conjunto con) la modificación de la conducta. Esta tradición la distingo del tipo de cuestiones relacionadas con el libro de Dollard y Miller. Es decir, no considero aquí traducciones de otros modelos teóricos y terapéuticos por conceptos del aprendizaje, sino la aplicación directa de principios del aprendizaje en el proceso del tratamiento.
III. Genética conductual. Esta es el área más vibrante de la psicopatología contemporánea, sobre todo los desarrollos de los últimos 30 años en la teoría de las psicosis graves, pero también en las diferencias individuales en rangos normales, como los estudios sobre gemelos de mis colegas Bouchard, Lykken y Tellegen. A pesar del desarrollo de técnicas matemáticas muy potentes y del tremendo ímpetu teorizador que aporta la biología molecular, la tradición es antigua y se remonta a gigantes como Galton, Terman, Doll, Goddard e incluso Pavlov, con sus distinciones entre los temperamentos inhibidor y excitatorio de los perros, manifestados en la neurosis experimental. Freud debe incluirse en esta tradición, a pesar del sesgo antihereditario de los clínicos psicodinámicos estadounidenses. Cualquiera que piense que Freud no creía en la importancia de los genes para determinar quién padece de neurosis jamás lo leyó.
Sigmund Freud
IV. La psiquiatría clínica descriptiva (y los aspectos relevantes de la neurología clínica) son partes de una gran tradición que, espero, aún se mantenga sólida en Minnesota, aunque se haya eliminado la asignatura de neuropsiquiatría en la Escuela de Medicina, que solía exigirse a todos los candidatos doctorales en psicología clínica; un error, según consideran algunos. Me complace informar que mis colegas experimentales reconocen de buen grado el hecho de que un clínico, con una capacitación como la mía, conoce algunos hechos descriptivos de suma importancia sobre las enfermedades mentales que no provienen ni del laboratorio ni del análisis estadístico de los datos psicométricos. Hubo una época en la psicología clínica estadounidense en la que se denigraba la psicopatología descriptiva de tipo nosológico, por razones que carecían de fundamento empírico o filosófico. Hoy observo cierto peligro, a pesar de los impresionantes resultados de la genética conductual y de los resultados no tan impresionantes de la taxometría (donde predigo saltos cuasi cuánticos en la metodología durante la próxima década), en el hecho de que las disputas con nuestros colegas médicos sobre algunas de las extrañas criaturas catalogadas en el DSM III puedan haber derivado en una especie de reacción antinosológica entre los no médicos. Espero que esto no se perpetúe, ya que los conflictos intergremiales no son una buena razón científica para defender u oponerse a modelos. A pesar del énfasis en la objetivación y la combinación de datos estadísticos que se aprecia en la mayoría de mis escritos, creo firmemente (junto con mis mentores Hathaway, Schiele, McKinley y mi analista y supervisor analítico, Glueck) que no existe un sustituto para la experiencia clínica extensiva e intensiva con los pacientes a la hora de aprender a observar, escuchar, reflexionar e indagar. Incluso no criticaría el DSM III mismo y algunos de sus instrumentos asociados con base en fundamentes comunes entre los psicólogos, sino según las consideraciones de confiabilidad que llevaron a la eliminación de algunos signos clínicos importantes. Mencionaría, por ejemplo, la ambivalencia de Bleuler como uno de los síntomas primarios de la esquizofrenia, desestimada en la psiquiatría contemporánea a causa de las dificultades para evaluarla de manera confiable. Sin embargo, eso da lugar a un tema de debate que no tengo tiempo de tratar aquí. La psiquiatría descriptiva no tiene nada de qué disculparse, aunque muchas veces sea más arte que ciencia en sentido estricto. De todas formas, supongo que todos creemos en el valor de las “ciencias taxonómicas descriptivas” que existen fuera del campo de la mente (por ejemplo, geología de primer año, botánica o anatomía comparada), y por ende considero a los síndromes clínicos como conceptos científicos legítimos, si son aplicados por personas con una capacitación razonablemente confiable.
V. Psicodinámica. Insisto en mi creencia de que Freud descubrió algunas cosas importantes sobre la mente humana. Un problema de darle crédito histórico a esta gran tradición es que ciertas partes de las ideas de Freud se han convertido en presuposiciones para la mayoría de las personas educadas, de manera que Freud se pierde porque algunos que no se considerarían a sí mismos “freudianos” o siquiera “neofreudianos” dan por sentadas algunas de sus ideas. Por ejemplo, algunos de mis colegas no clínicos que apenas se identifican con la tradición clásica utilizan sin más los mecanismos de defensa al hablar sobre estudiantes y colegas: “Tiende a proyectar demasiado” o “Creo que tiene una reacción formativa contra sus pulsiones de poder”, entre otras. Cualquiera sea el destino de la técnica psicoanalítica clásica o modificada como método de intervención, me arriesgo a predecir que muchas de las ideas básicas de Freud sobre el funcionamiento de la mente seguirán estando presentes en el pensamiento de los psicólogos de acá a un siglo.
Creo que estas cinco tradiciones nobles contienen elementos verdaderos permanentes, aunque en este momento difieran en cuán firmemente están respaldadas por lo que consideramos datos duros de tipo experimental o estadístico. Tomadas en conjunto (y pienso que todavía no trabajamos tanto como deberíamos por integrarlas), constituyen un acervo de conocimiento genuino sobre psicología clínica, métodos y conceptos que son interesantes e intelectualmente respetables, del que no deberíamos avergonzarnos frente a los psicólogos dedicados al trabajo de laboratorio en el nivel científico básico. Dicho de otra manera, como clínico capacitado, supervisado y bastante experimentado, estoy convencido de que sé algunas cosas sobre la mente humana que un lego inteligente y reflexivo de CI equivalente sencillamente desconoce.
Soy consciente de qué di bastantes vueltas en esta charla y de que apenas mencioné aquellos aspectos del problema de la integración en nuestro campo que en mi opinión son los más importantes. Creo que debemos aceptar el hecho de que es posible que el problema de la reducción jerárquica de conceptos en la psicología siempre vaya a ser más difícil de lo que lo es para el fisiólogo, el bioquímico o el ingeniero, y que debemos aprender a vivir con ello. Desearía que los psicólogos experimentales o los personólogos académicos ajenos a la práctica clínica fueran un poco más receptivos a la situación decisoria que se plantea en el contexto pragmático. Por otra parte, los clínicos deben recordar que, si bien podemos decir “Recabo mis datos en el historial clínico y formo mis impresiones teóricas en la sesión terapéutica, más que en el laboratorio”; si bien no todo lo que vale la pena advertir en este mundo se puede someter a una cuantificación significativa en determinado momento; y si bien el compromiso primario es ayudar a este individuo, más que formular una teoría de la mente (todas cosas que creo firmemente como profesional de tiempo completo sin vínculos académicos ni intereses investigativos), ninguna de estas verdades puede librar al clínico de reconocer la distinción entre el conocimiento que está acreditado y el presunto conocimiento que no lo está. Ninguna persona razonable que esté familiarizada con la historia de la medicina antes de basarse en las ciencias básicas y antes de que se desarrollara una tradición investigativa cuantitativa puede evitar observar que ser una persona perceptiva y brillante, con intención de ayudar y que ha visto a muchos enfermos, no es garantía alguna de que no se implementarán todo tipo de medidas inútiles (que es en lo que consistía la mayor parte de la medicina antes de, por decir, 1850) y, de hecho, de que no se implementarán todo tipo de medidas dañinas, como la sangría. Siempre fui ambivalente con respecto al modelo de Boulder y lo sigo siendo, en parte porque la relación entre las ciencias básicas y la práctica clínica es mucho más endeble para nosotros que para un médico que trata una disfunción bioquímica a causa de una hepatopatía. Pero si no enfatizar el modelo de Boulder significa que los clínicos ya no reconozcan la distinción entre el conocimiento que está acreditado y el presunto conocimiento que no lo está, o que olviden la falibilidad del juicio y la memoria humana de la que todos sufrimos, entonces me quedan dudas sobre si los psicólogos están más calificados que los quiromantes o los sanadores.
REFERENCIAS
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