G. E. M. Anscombe
Metaphysics and
the Philosophy of Mind (1981)
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Metaphysics and the Philosophy of Mind
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Commentary on the translation of Metaphysics and the Philosophy of Mind, G. E. M. Anscombe
Elizabeth Anscombe
Metafísica y filosofía de la mente
III Sustancia*
El planteamiento de ciertas dificultades en torno a la noción de sustancia corresponde en especial a la tradición empirista británica (es decir, nuestra tradición). Podemos divisar un punto de partida en las consideraciones sobre la cera en la Segunda Meditación de Descartes. Descartes concluyó que juzgamos la existencia de algo como esta cera por medio de un acto de percepción puramente intelectual: una doctrina cuyo significado es incierto.
Permítaseme esbozar al menos algunos de los problemas que ha suscitado esta cuestión. En primer lugar, tenemos la idea del objeto individual. ¿Qué tipo de idea es y cómo se obtiene? Este objeto individual es el mismo (como decimos, “persiste”) a través de muchos cambios en sus propiedades o apariencias sensibles; ¿qué es el individuo mismo durante todo ese tiempo? Segundo, si suponemos que, en este caso en particular, la respuesta a esa pregunta puede ser “Es cera”, ¿acaso no se podría objetar a dicha solución que propone un término general, “cera”, para responder a la pregunta “¿Qué es esto que es individual?”? Sin dudas, lo que queremos saber es: ¿qué es la cosa individual en tanto que individual, en su individualidad? No podemos responderlo con un predicado que no solo puede ser lógicamente verdadero de muchos individuos, sino que en realidad no logra delimitar a este de los otros. Luego, incluso si aceptáramos esta respuesta, “Es cera”, ¿qué podría ser el ser cera, si no es: ser blanco y sólido a tal o cual temperatura, derretirse a tal o cual temperatura…, etc., etc.? ¿Acaso las ideas de los tipos de sustancias no se obtienen a partir de listas más o menos arbitrarias, escogidas con base en las propiedades que, por experiencia, aparecen en conjunto? En ese caso, la idea general ‘cera’ equivaldría a la lista elegida, y el trozo de cera individual, particular, sería en cualquier momento la suma de sus apariencias sensibles. Cualquier otra noción de sustancia sin duda nos expone, por un lado, a esencias reales incognoscibles y, por otro lado, a un ‘mero particular’ ininteligible que subyace a las apariencias y es el sujeto de predicación pero que, por esa misma razón, no puede caracterizarse en sí mismo con ningún predicado. Esta imagen de las apariencias o las propiedades como una especie de vestimenta nos recuerda a unos versos de Butler sobre la Materia Prima:
Hizo a la materia prima parecer desnuda;
la tomó desvestida, sola.
Antes de tener un retazo de forma.
La imagen de la sustancia es inaceptable; entonces, siguiendo a Russell, debemos hablar de ‘paquetes de cualidades’ o, siguiendo a Ayer, de ‘totalidades de apariencias’ que no están unificadas por su relación con ningún otro ente sino por sus propias interrelaciones. Sería mejor no admitir nada tan dudoso como aquella
idea de sustancia ‘oscura y relativa’ que, según Locke, traen aparejadas las ideas de las cualidades, las acciones y las potencias: esto es, la idea del sustrato que las sustenta. (De hecho, creo que el tipo de explicación que da H. W. B. Joseph sobre el sujeto de predicación primario y sin carácter es una mezcla de Locke sobre la sustancia y de —un intento por comprender a— Aristóteles sobre el cambio sustancial: aquello que no es X como tal ni no X, sea lo que fuere X).
Estos eran los argumentos y opiniones comunes durante mis años de formación y probablemente sigan siendo muy familiares. Una doctrina bastante relacionada con ellos —que ya ha sido criticada pero hace falta refutar todo el tiempo— es la teoría de que el individuo no tiene ‘esencia nominal’, es decir, que el nombre propio carece de toda connotación, o bien, que se reduce a una descripción incompleta y más o menos arbitraria que expresa la historia del individuo. Esta doctrina atañe a todos los nombres propios, no solo a las sustancias, pero también le cabe a estas. Ya escribí al respecto en otras ocasiones; aquí solo repetiré que describir una palabra como un nombre propio ya nos da una gran cantidad de información sobre su sentido, y lo único que hace falta completar es decir de qué tipo de cosa es un nombre propio. La doctrina de que los individuos no poseen nada esencial sugiere una noción fantásmica del individuo como un ‘mero particular’ sin propiedades, ya que supone una identidad continua e independiente de aquello que sea verdadero con respecto al objeto. Se pensaba que esta era la noción de sustancia, cuyas objeciones eran muy conocidas.[1] Una de las consideraciones propuestas al erigir esta noción (pues no se trata de un hombre de paja: algunos humanos reales sí la defendieron) parece tan necia que en verdad cuesta creerla, a saber, que la sustancia es el ente que posee las propiedades y, por ende, carece de propiedades en sí misma. Los filósofos se han dividido entre quienes defienden tal noción como necesaria y quienes rechazan la sustancia porque conlleva esta noción y por lo tanto resulta absurda.
René Descartes
El trozo de cera se derrite y se hace líquido. El argumento (si así se le puede llamar) para el sujeto sin propiedades sugeriría que el sujeto de las propiedades ‘que se derrite’ y ‘liquidez’ es el individuo que carece de propiedades en sí mismo. Esto debe depender de que “en sí mismo” equivalga a “sin propiedades”. Pero hay otro significado posible de “en sí mismo” que no nos lleva al sustrato sin carácter que para muchos suponía el significado de “sustancia”. “Lo que una cosa tiene en sí” puede significar “Lo que es siempre y necesariamente verdadero respecto de ella”. El argumento de Descartes era que la cera debía ser algo captado por la inteligencia porque todas las propiedades sensibles cambiaban, pero la cera era siempre la misma. Pues bien, este argumento no requiere un sujeto carente de propiedades sino un sujeto con algunas propiedades permanentes que, sin embargo, para él no son ‘propiedades sensibles’.
¿Qué quiere decir Descartes con propiedades sensibles? Menciona el color, la forma, el tamaño, el ser líquido, el ser caliente, el no emitir sonido al tocarla. Luego de calentarla, “Aquello que se pueda saborear, oler, ver, tocar u oír ha cambiado”.
Existen diferencias relevantes entre las propiedades mencionadas. El color, la forma y el tamaño visibles no dependen de la sustancia. ‘El sonido que emite al tocarla’ parece depender de la sustancia en este sentido: surge la pregunta “¿Si se toca qué?” y la respuesta es “la cera”. Pero el sonido en sí, por supuesto, no depende de la sustancia. Lo que quiero decir con “no depende de la sustancia” es lo siguiente: se puede pensar en que un hombre vea una extensión de color sin que deba haber una sustancia (o un conjunto de sustancias, claro) de la que sea, o forme parte de, una extensión. Uno de los problemas epistemológicos que surge primero (o que me surgió primero) es: ¿cómo sé que las cosas que veo tienen una parte trasera? ¿Por qué no pueden tener el tipo de existencia puramente fenoménica que tiene un arco iris? Esta pregunta surge porque el color, junto con sus determinaciones de forma y tamaño, no depende de la sustancia. Es precisamente esto a lo que entiendo que apunta un filósofo cuando dice cosas como “Lo único que obtengo cuando observo y, como digo, veo una cortina roja es un contenido visual especificable como manchas claras, oscuras y de color, dispuestas de tal o cual manera”. No creo que sea una respuesta eficaz burlarse de él por decir de manera implícita que no ve, en sentido estricto, una cortina roja que cuelga y se pliega.
Las propiedades conocidas como cualidades secundarias en la filosofía moderna pueden tener razón para llamarse “sensibles” en un sentido mucho más restringido que aquel en el que se podría decir que la maleabilidad es sensible. Para recibir impresiones de las cualidades secundarias, no hace falta más que dejar que el órgano sensible correspondiente sea afectado; por eso siempre podemos imaginar que la cualidad es un mero contenido sensible. Esto es, en efecto, mucho más fácil de imaginar para ‘blanco’ que para ‘blando’, pero puede darse con todas esas cualidades.
Sin embargo, ninguna lista que incluya solo esas propiedades sensibles sería adecuada para conformar la idea (la ‘definición nominal’) de un tipo de sustancia particular. Siempre existirán otras propiedades —como la maleabilidad y el derretirse a 44 °C— que, aunque sean eminentemente perceptibles por los sentidos, dependerán de una sustancia. La mancha roja que uno ve puede tener —o se puede imaginar que tiene— tan solo el mismo tipo de existencia que un arco iris. Si le pidiera a alguien que comprobara si el arco iris es maleable o si se puede derretir a 44 °C, esto conllevaría una concepción del arco iris como algo compuesto de cierto tipo de materia.
Consideremos ahora la razonabilidad de definir una sustancia como la totalidad de sus apariencias. “Las apariencias” de una sustancia sugiere sus propiedades sensibles en el sentido restringido, es decir, las cualidades secundarias, junto con sus cualificaciones de tamaño, forma y disposición mutua.
Esta es la razón: por lo general, nuestros juicios sobre lo que está allí son correctos, y por ende no hace falta ocuparse de las apariencias; pero cuando son incorrectos, podemos apelar a ellas. Esta apelación puede consistir meramente en decir “Parecía como si hubiera habido una mosca en la pintura, pero en realidad no” (aquí la apariencia es la de una mosca) o, si extendemos la noción de “apariencia” al sentido del tacto, “Se sentía como si hubiera habido un pelaje en el agujero donde introduje la mano, pero no lo había”. Aquí la apariencia es la de un pelaje: una apariencia al sentido del tacto, como la mosca lo era al sentido de la vista.
Retrato de un cartujo, Petrus Christus
Cuando se dan estas apariencias, por lo general, las cualidades secundarias implicadas no son meras apariencias de cualidades secundarias. En una pintura trompe l’oeil, los colores no son una mera apariencia; más bien, por su disposición y relación con el entorno, son lo que da, o al menos son un elemento necesario para dar, la apariencia de que hay una mosca en la pintura de una azucena, o un arco en una pared que lleva a otra sala. La suavidad sentida guarda la misma relación con el juicio incorrecto “Allí hay un pelaje” que las manchas de color con el juicio incorrecto “Allí hay una puerta”. Si uno no supiera qué hay allí sino solo —y sin importar cómo— que el juicio que uno se vio inclinado a emitir, “Eso es una mosca” (o “Eso es un pelaje”), era incorrecto, se podría apelar a la descripción de las manchas de color (la textura) como aquello que uno vio (sintió) y por lo que se vio inclinado a pensar que había visto una mosca (sentido un pelaje). En efecto, no tiene por qué existir una ilusión o un juicio incorrecto para permitirnos recurrir a ello: este tipo de casos tan solo nos obliga a apelar a eso, y de ahí que sea útil considerarlo.
Por estas razones, creo que en general nadie objetaría a denominar las ‘cualidades secundarias’ (con sus cualificaciones inmediatas) como “apariencias” de las cosas que tendemos a pensar que están allí al percibir las cualidades. Pero la maleabilidad, aunque sea una propiedad sensible, no es así: no es, en todo caso, una apariencia de la cosa maleable. Por supuesto que puede haber una apariencia de maleabilidad en el sentido de que alguien podría hacer que algo parezca maleable, cuando en realidad no lo es; pero eso no significa que la “maleabilidad” en sí misma sea una palabra que designe una apariencia, es decir, una manera en la que las cosas impresionan los sentidos.
Podemos considerar tres órdenes de predicados que corresponden a las sustancias: los predicados sustanciales mismos, como “vivo”, “caballo”, “oro”; los predicados que no son sustanciales pero dependen de una sustancia, como “maleable”, “en polvo”, “despierto”; y los predicados que no son ni sustanciales ni dependen de sustancias. Estas son las palabras de las cualidades secundarias, junto con las cualificaciones similares.
Una vez más, si yo te pido que compruebes si el arco iris se derrite a 44 °C, esto conllevaría una concepción del arco iris como algo compuesto de materia, de manera que se podría tomar una muestra y someterla a pruebas. La “maleabilidad” significa que la materia puede recibir diferentes formas que luego retendrá si no se la sigue manipulando. Así, no se podría aseverar que algo es maleable a menos que se tenga una concepción de un trozo de materia cuyas propiedades pueden investigarse… Pero eso ya es tener una concepción parcial de sustancia. Entonces, aunque la maleabilidad sea obviamente una propiedad sensible, un fenomenista total querría analizarla en profundidad, tal como querría analizar los predicados sustanciales.
Los predicados sustanciales son más que dependientes de la sustancia. Nos dicen qué tipo o tipos de sustancia es ese trozo de materia. Algo tiene que ser ese trozo de materia para ser siquiera pasible de tener maleabilidad. Dicho así, parece como si fuera normal pasar directamente de la mera caracterización “trozo de materia” a indagar sobre los predicados que dependen de la sustancia. Si bien esto puede ocurrir, no es lo normal; por lo general ya se sabe que el trozo es un trozo de materia de cierto tipo (un trozo de cobre, por ejemplo), y ese tipo está expresado de manera más o menos específica por los predicados sustanciales. Muchos predicados sustanciales caben con naturalidad en la caracterización de las apariencias: se sentía como un pelaje, se veía como de metal. Es notable que estas caracterizaciones suelan ser irreductibles. Si se sentía como un pelaje, se sentía suave; pero con la suavidad muy peculiar y característica de tal o cual tipo de pelaje.
Sin embargo, el hecho de que algo se vea, huela, sepa, se sienta o suene como X (o tantas de estas cosas como sea posible) no prueba que sea X: pues todo esto es apariencia, capaz de entrar en conflicto con la realidad. Por ejemplo, podría carecer del origen, la estructura química o las propiedades reactivas correctas para ser X. Los predicados que expresan el origen de una sustancia probablemente sean (y los predicados que expresan su estructura química sin dudas son) en sí predicados sustanciales.
Algunos querrán saber por qué las cualidades secundarias no dependen de las sustancias. Dije que el rojo que se percibe podría tener una existencia como la del arco iris; podría ser un color que se ve desde cierta posición, pero no el color de una sustancia. Podrían decirme: “Supongamos que supieras con certeza que es el color del plato rojo que estás observando. Ves lo que evidentemente es un simple plato rojo de color uniforme. La suposición de que esto es apenas una mancha roja que se ve al mirar en aquella dirección, sin más existencia sustancial que la del arco iris, es ridícula: sabes que no cabe duda al respecto. Lo rojo es el rojo del plato, tal como ese otro rojo es el rojo de la cortina. El plato y la cortina no están ocultos en absoluto, no son sustratos velados e incognoscibles, sino que implican una existencia sustancial, y referirte ellos forma parte de tu descripción de las extensiones rojas que ves. Entonces, ¿no dependen también los colores de la sustancia, si son colores de objetos? Está claro que no tiene el mismo tipo de participación en la sustancia que la maleabilidad, pero partiendo del hecho de que no todo lo rojo que uno observa tiene que ser el rojo de algo, inferiste que nada rojo que uno vea se puede percibir de inmediato como el rojo de algo; y esto no tiene justificación alguna”.
Aristóteles
Me temo que esto nos lleva de vuelta a donde empezamos. Descartes definió la sustancia como aquello que no necesita nada más (salvo la cooperación divina) para existir; pero si se le presentara la objeción de que muchas sustancias necesitan oxígeno o determinada temperatura para existir, sin dudas diría que no se refería a ello; entonces, es probable que quisiera decir algo parecido a Aristóteles, quien definió la sustancia individual como aquello que existe sin predicarse de ni existir en otro.
Consideremos, pues, las manchas rojas de la filosofía de Cambridge en el siglo XX (“Veo una mancha roja” parecía ser muy claro, muy preciso, muy seguro) y preguntémonos: ¿son estas sustancias en el sentido aristotélicocartesiano?
Sin dudas se suponía que eran individuos, particulares; ¿tendríamos que decir, entonces, que deberían haberse concebido como sustancias, si una sustancia tiene existencia independiente, es decir, no existe en otro?
La respuesta dependerá (1) de si se supone que estas manchas rojas, asumidas como entes reales, son objetos puramente sensibles y (2) de si se piensa que no tienen meramente un esse que es percipi, sino que también existen como algo esencialmente dependiente de un acto de percipere de una sustancia mental. Solo me ocuparé de la primera pregunta, que pienso que se podrá explicar, si no resolver, de la siguiente manera:
si lo que observo es un simple plato rojo, entonces lo que hay ante mí a simple vista es una extensión de color rojo estable. Pero veo cierta variación producida por la sombra en determinada parte del plato, que no es plano sino que se curva hacia el borde. Si observo con atención, notaré muchas variaciones en la apariencia de la superficie, algunos puntos muy luminosos y vetas minúsculas, algunos son unas partículas de polvo, algunos son diminutas variaciones de luz y sombra. También veo realces. Sin embargo, puedo decir con seguridad que este es un plato rojo uniforme. Aprendo a decir “plato rojo” o “puerta blanca” sin prestar atención a los brillos, las vetas y las variaciones de luz y sombra. Pues bien, si hablo de la mancha roja que veo, ¿acaso la parte donde se nota el realce forma parte de ella? Esa parte de la extensión es de un color rojo estable y digo que veo algo de color rojo uniforme. Pero si donde no observo rojo sino un realce es parte de la mancha roja que observo, entonces la mancha roja no es algo cuyo esse sea percipi. Su color rojo es un color rojo estable, que yo no veo en todas partes, aunque sí veo toda la extensión considerada. Entonces, no es una sustancia según la definición aristotélicocartesiana: su identidad es la del color estable de esa parte de la superficie de un plato y su existencia está en otro.
Para un fenomenista, esta mancha roja, que es = a la extensión del plato que puedo ver, es una construcción, una inferencia, tanto como lo es el plato mismo. El hecho de que el realce se mueva por el plato al mover la cabeza o el plato prueba que no es más que un brillo; pero el hecho de que se moverá no se puede ver al verlo, solo se puede juzgar o inferir con base en ciertos fundamentos: esos fundamentos deben ser cómo se ve ahora, junto con mi experiencia pasada.
¿No existe una descripción que exprese simplemente lo que se ve, sin depender de que tal o cual cosa que no pueda estar siendo vista sea el caso? Por supuesto, uno ve un plato, pero no es un plato si no tiene una parte trasera, y eso no se puede ver en el mismo acto. Entonces, sin dudas “un plato” es sencillamente una descripción verdadera de qué es en realidad lo que uno ve, y quizás también una descripción directa de lo que uno percibe que es; pero aun así, cierto sentido de “ver” dice más que lo que se puede ver al llamarlo un plato, como en el caso de la frase de John Austin, “Hoy vi a un hombre nacido en Jerusalén” (dicha en Oxford). Por supuesto, no existe un aspecto de “nacido en Jerusalén” en un hombre, entonces este caso es bastante claro… ¿Pero no son ambos casos similares en esencia? Tan solo nos distrae el hecho de que no exista la característica visible “nacido en Jerusalén” en un hombre, mientras que sí existe la característica visible de “plato” en… ¿En qué? Aquí uno querría decir algo como: la mancha roja tal como se ve, la que no es roja donde se encuentran los realces y tiene muchos matices a causa de las sombras y de todo tipo de puntos y vetas.
Pero ni siquiera esta mancha roja es algo cuyo esse sea percipi, a menos que supongamos que se puede no reconocer el carácter verdadero de aquello cuyo esse es percipi, observarlo con mayor detenimiento y darse cuenta del error cometido, puesto que el hallazgo de los puntos, las vetas, las sombras y los realces es un proceso gradual de descubrimiento.
John Locke
Locke:
Cuando colocamos ante nuestros ojos un globo esférico de cualquier color uniforme, por ejemplo dorado, alabastro o azabache, ciertamente la idea que se imprime en nuestra mente es la de un círculo plano con variedad de sombras y con distintos grados de luz y luminosidad que alcanzan nuestros ojos. Pero habiéndonos acostumbrado por el hábito a percibir qué tipo de apariencia nos suelen transmitir los cuerpos convexos, qué alteraciones sufren los reflejos de luz por la diferencia de las figuras sensibles de los cuerpos, el juicio transforma, por costumbre y de inmediato, las apariencias en sus causas: así es que aquello que en realidad son variaciones de sombras o de color, reunidas en la figura, las hace pasar por el contorno de una figura y conforma para sí mismo la percepción de una figura convexa y un color uniforme, cuando la idea que de allí recibimos no es más que un plano de diversos colores, como deja en evidencia la pintura.
La noción de ‘idea’, como la llama Locke (o sensación, impresión, experiencia o dato visual, como lo denominaron algunos autores posteriores), es en este contexto, creo, una mezcla de nociones dispares: Lo que tengo la impresión de ver —que bien podría decirse que es “un globo” o “un plato rojo”— y algo muy diferente y muy difícil de alcanzar, que podríamos llamar lo puramente visual de aquello que se ve. Es lo que se obtendría si, siguiendo la sugerencia de Leonardo, sostuviéramos un panel de vidrio vertical ante nosotros al mirar hacia adelante y supusiéramos que allí están pintados, con una precisión exacta, los mismos colores que están detrás, tal como se ven, en cada parte. El resultado representa lo que se concibe como la impresión visual mínima, no interpretada, que es la base de todo lo demás. Pareciera que, para esta concepción, la diferencia entre la apariencia objetiva y la subjetiva —entre el realce o el color transformado según la luz con que se mire, por un lado, y los colores y las perspectivas astigmáticas o producto de algún narcótico, por el otro— fuera irrelevante. Pero este panel sería, a su vez, solo un objeto ordinario de la percepción: sirve a otro propósito; apenas muestra lo que debe entenderse como una imagen de un objeto puramente visual.
* De Proceedings of the Aristotelian Society, volumen complementario, 38 (1964).
[1] Lamentablemente, esta creencia no es cosa del pasado, como suponía. Ver por ejemplo A. H. Basson, David Hume (Londres, 1958), pp. 136ff., y J. P. Griffin, Wittgenstein’s Logical Atomism (Oxford, 1964), p. 71: la tinta de este último apenas está seca.
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