Comentario sobre la traducción de

Metaphysics and
the Philosophy of Mind”,

G. E. M. Anscombe

Somerville College, Oxford
Somerville College, Oxford

¡Qué difícil es traducir a Elizabeth Anscombe! Francamente, no se me ocurre otra cosa que decir para comenzar a escribir al respecto. En las últimas semanas, publiqué en tres partes las traducciones de los capítulos 1 y 3 de su libro Metaphysics and the Philosophy of Mind [Metafísica y filosofía de la mente] (1981), pero, en realidad, son traducciones que había hecho hace bastante más de un año; de hecho, fueron de las primeras que emprendí, una vez decidido a iniciar este blog. Tanto entonces como ahora, al revisarlas, nace en mí esa sensación de desconcierto (¿inseguridad?) al cuestionarme si en verdad comprendí lo que quiso decir, si en verdad mi traducción expresa lo que ella quiso expresar. (Por cierto, al revisar más de un año después hallé mucho por corregir y aclarar; lo tomo como un buen augurio: algo habré aprendido…)

Semejante esfuerzo autoimpuesto me lleva a pensar que esta vez, antes de ahondar en cómo traducir a Elizabeth Anscombe, me parece necesario preguntar: ¿por qué traducir a Elizabeth Anscombe? No parece algo difícil de responder. Después de todo, Gertrude Elizabeth Margaret Anscombe (1919-2001) es una de las figuras más destacadas del pensamiento en el siglo XX, una filósofa brillante que representa un hito incontestable en el desarrollo de la filosofía analítica, pero también en la regeneración de teorías milenarias (me veo tentado a decir, perennes) como la ética de las virtudes. Como bien se sabe, fue la única discípula mujer del enorme Ludwig Wittgenstein, con quien siempre mantuvo una estrecha relación y un respeto intelectual y personal mutuo. Tanto es así que, antes de morir, el austríaco le solicitó a ella (y al filósofo estadounidense Rush Rhees) que editara y tradujera al inglés sus escritos no publicados, entre ellos nada más y nada menos que las Investigaciones filosóficas.

Elizabeth Anscombe, empero, jamás se limitó a ser “la discípula de”; por el contrario, siempre se caracterizó por tener posturas muy marcadas y personales, incluso antagónicas con respecto a las visiones predominantes en los círculos académicos de su época (y los actuales). Sirva a modo de ejemplo el famosísimo ensayo La filosofía moral moderna. No se puede dejar de destacar el hecho de que creció y se desarrolló en un momento en el que el lugar de las mujeres en la filosofía todavía distaba muchísimo más que hoy de ser equitativo. Pero nada de eso le importó. Observar cualquier fotografía de Anscombe ya mayor, en su vejez, me genera la misma sensación que la lectura de sus escritos: veo a una mujer seria, con una mirada penetrante, de una solidez intelectual (pero no rigidez) pétrea. Es una persona cuya apariencia no dice nada extraordinario y al mismo tiempo lo dice todo, uno observa a una mujer sencilla y a la vez imponente en su humanidad. Es estricta, sí; hasta en su sonrisa no deja de transmitirlo. Pero detrás de esa estrictez esconde la convicción cálida de que todo su pensamiento ha de estar dirigido a descifrar la verdad que le permita al ser humano mostrarse en toda su bondad, alcanzar esa εύδαιμονία a la que se refería Aristóteles.

Razones académicas e intelectuales para traducir a Anscombe sobran. Vale agregar que no es, precisamente, una autora “olvidada” en absoluto: en el mundo angloparlante, su figura y su influencia son muy reconocidas, mientras que, en la esfera de la filosofía continental, aunque tal vez sin el mismo impacto que en su propia lengua, muchas de sus obras han sido traducidas a varios idiomas. El español, por cierto, no es una excepción. Entonces, quizás podría reformular la pregunta: ¿por qué traduje yo a Elizabeth Anscombe? Pues bien, la respuesta más obvia es que esta obra en particular, Metafísica y filosofía de la mente, no está traducida al español (hasta donde sé). La segunda respuesta, tan obvia como la primera, es que me pareció un texto interesante y punto; como ya expliqué en otros textos, el objetivo de este espacio es ni más ni menos que compartir textos de interés que sean edificantes para la mente.

Una respuesta menos esquemática, pero quizás más certera, la hallo en mi experiencia personal. La realidad es que Elizabeth Anscombe, para la mayoría de nosotros, es un nombre desconocido. Yo no soy un estudioso de la filosofía (decir filósofo me parece pretencioso), menos aún profesor de filosofía (carezco de cualquier tipo de formación académica en este campo) y, como mucho, podría contentarme con decir que soy un lector (atento) de filosofía. Por ende, tal vez esa invisibilidad que percibo en torno a su figura sea producto de esta deficiencia en mis estudios. Mi intuición, sin embargo, me hace oír una disonancia indeseable entre el peso específico que tiene la obra intelectual de Anscombe y la escasa consideración que se le da en nuestros círculos académicos (por no decir en el pensamiento general). Cabe preguntarse por qué. En realidad, admito no ser capaz de responder esa cuestión. Por supuesto, a poco que leamos cualquiera de sus escritos nos daremos cuenta de que sus posiciones filosóficas son muy distintas de las posiciones predominantes en los círculos intelectuales más visibles de la actualidad. El choque más marcado sería sin duda en el campo de la ética. A mi juicio, esta mera diferencia de opinión no debería ser razón suficiente para explicar su ausencia, sobre todo en un ambiente que se jacta de abogar por la diversidad.

Empero, como dije, no me corresponde a mí dar respuesta a esa pregunta, así como tampoco me corresponde hacer un análisis del contenido de su obra; más aún, vale la pena recordar que los artículos que traduzco no reflejan necesariamente mis opiniones sobre los temas tratados o mi adherencia al pensamiento de sus autores. Lo que importa aquí es que la obra de esta gran pensadora, Elizabeth Anscombe, no ocupa ni por asomo el lugar que merece. Al fin y al cabo, esta es razón más que suficiente para haber elegido traducir este texto suyo. La verdadera pregunta, después de todo, debería ser: ¿quién no querría traducir a Elizabeth Anscombe?

Elizabeth Anscombe

No quisiera dejar de comentar, al menos en pocas palabras, qué me impulsó a comenzar este comentario con semejante exclamación. Como podrá constatar todo aquel que se haya acercado a alguna de sus obras, leer a Anscombe representa un verdadero desafío. No resulta para nada sencillo seguirle el paso a una persona con semejante nivel de profundidad en su análisis. También debemos admitir que su tendencia a no explicitar (casi diría, a ocultar) las conclusiones a las que quiere llegar es un rasgo particular que contribuye a esta sensación de haber ingresado a un laberinto. Por supuesto, no podemos dejar de tener en cuenta que los temas tratados son, en sí, de difícil acceso. Basta con leer los títulos de los capítulos 1 y 3: “La intencionalidad de la sensación” y “Sustancia”. ¡Qué espanto! En mi caso, cuando me acerqué por primera vez a estos capítulos, una sola lectura no fue suficiente para entender.

Tengo la impresión de que la imagen que más fielmente representa estos escritos de Anscombe es la de un rompecabezas. Su texto no se estructura de manera incremental, como una construcción que va desarrollándose a partir de una base modesta y en torno a un hilo conductor, sino que parece más bien una serie de piezas disjuntas que dejan vislumbrar una figura. Quizás esta estructura sea producto del método de la escuela analítica: la intención de Anscombe es descomponer aquellos términos centrales en el estudio de la metafísica y la filosofía de la mente y de la percepción (“intencionalidad”, “sensación”, “objeto”, “sustancia”, etc.), a fin de hallar lo que en verdad esconden. A la vez, se presentan distintas concepciones sobre qué representa cada uno de estos términos (tómese, por caso, la distinción entre lo que se entiende por “objeto” en la filosofía antigua y lo que se entiende en la filosofía contemporánea).

Sin embargo, lo que impacta en estos textos es la aparente ausencia de conclusiones. Al leer, uno tiene la sensación de ir descubriendo una pieza, después otra, no terminar de haber encastrado aquellas y pasar a descubrir una más. Todo esto sin mencionar que esas piezas que Anscombe va presentándole al lector muchas veces se obtienen fruto de un gran esfuerzo de penetración intelectual. Y justo cuando uno espera alguna conclusión que coloque todas las piezas del rompecabezas en su lugar, allí termina el texto. Es como si la intención de la autora fuera dejar esta tarea al lector: ella se limita a dar las herramientas y las instrucciones.

Todas estas características, sumamente fascinantes, por cierto, son las que dan su dificultad a la fase de la comprensión. Por supuesto, al encarar un texto de alta complejidad como este, es fundamental para el traductor estar familiarizado con la terminología propia; pero también hace falta una gran predisposición a reflexionar en torno al significado de términos que son hasta cotidianos y que, siguiendo a la filósofa en su análisis, no hemos de dar por sentados. Tomo como ejemplo, otra vez, su comparación de las concepciones sobre la palabra “objeto”. En el capítulo 1, se pone de relieve la pluralidad de significados a los que ese término puede responder, pero, sobre todo, a las presuposiciones metafísicas que cada uno de esos significados conlleva. ¡Entender al “objeto” como algo ligado siempre a una intención, a la manera de los antiguos, es un mundo de diferencia con respecto a entenderlo como cosa individual, a la manera de los modernos!

En cuanto a la fase de la expresión, la gramática de Anscombe muchas veces parece estar impregnada de ese carácter general fragmentario. Por eso, algunas oraciones pueden resultar confusas, ya sea por su complejidad semántica o gramatical, o bien por exhibir una aparente inconexión con las oraciones anteriores. En este sentido, resulta imperioso tener conocimiento del contenido de los argumentos de la autora y prestar mucha atención al sentido de los términos utilizados, según su forma de analizarlos. Paso a mostrar un ejemplo; tomemos la siguiente oración: “When Descartes said that the cause of an idea must have at least as much formal reality as the idea had objective reality, he meant that the cause must have at least as much to it as what the idea was of would have, if what the idea was of actually existed”. Sin dudas, una construcción de sintáctica y semánticamente enrevesada, para la que (por lo menos en mi caso) basta más de una lectura para entender y reproducir. En primer lugar, me hizo falta aplicar un análisis sintáctico muy preciso para entender construcciones como “what the idea was of would have”. En segundo lugar, incluso una vez delimitados los sintagmas, ¿cómo entender a qué se refiere “he meant that the cause must have at least as much to it as what the idea was of would have”? Si yo hubiera hecho una traducción literal, hubiera escrito algo parecido a “quería decir que la causa debía tener en sí al menos tanto como aquello de lo que era la idea”. Un resultado, a mi juicio, poco satisfactorio, puesto que no queda del todo claro qué es lo que la causa “tiene en sí”. El original, a decir verdad, tampoco es tan transparente al respecto.

Para poder replicar la afirmación de Anscombe, mi traducción debe responder esta pregunta: ¿qué es lo que debe tener la causa, según la explicación que da la filósofa de la teoría de Descartes? Pues bien, mi propuesta fue la siguiente: “quería decir que la causa debía tener al menos tanto sustento como aquello de lo que era la idea”. ¿Por qué “sustento”, palabra que la autora no menciona? Como Anscombe busca en ese pasaje ahondar en la antigua concepción de “objeto”, que solía conllevar un aspecto intencional (es decir, que el objeto no se entiende como cosa individual, sino que se comprende como “objeto de algo”), su propuesta es explicar el enunciado de Descartes a la luz de aquella concepción. Tanto la realidad formal de las causas como la realidad objetiva de las ideas, entonces, no puede existir si no es a través de algo en lo que se basen, algo que las “sustente”. De ahí mi elección.

Ciertamente, considero que esta intervención sobre el texto es haber tomado todo un riesgo. Por un lado, es poner en juego un valor de suma importancia como ha de ser la invisibilidad del traductor (esa cuestión de “no decir nada que el original no diga”). Por otro lado, también me coloco en una situación muy pasible de error. ¿Será eso lo que en verdad quiso decir? ¿No es, acaso, una interpretación excesiva? Incluso si fuera una interpretación correcta, ¿es “sustento” la palabra adecuada? Son muchas las dudas al respecto…

No por nada elegí empezar a escribir sobre la traducción de Elizabeth Anscombe con esa exclamación. Pero, al fin y al cabo, más allá de las incertidumbres, si hay algo de lo que no me quedan dudas es del inmenso valor que tienen estos textos. Son edificantes, son iluminadores, son profundos; son todo lo que me impulsa día a día a seguir adelante y a seguir encontrando caminos por recorrer en la vida. Si este texto comenzó con una queja, esta pensadora merece que lo termine de esta manera: ¡qué gratificante es traducir a Elizabeth Anscombe!

G.E.M. Anscombe
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