G. E. M. Anscombe
Metaphysics and
the Philosophy of Mind (1981)
Vínculo al texto original:
Metaphysics and the Philosophy of Mind
Vínculo a la segunda parte:
Vínculo a la tercera parte:
G.E.M. Anscombe: Metafísica y filosofía de la mente (1981), capítulo 3: Sustancia (III)
Vínculo a mi comentario sobre la traducción:
Comentario sobre la traducción de Metafísica y filosofía de la mente, G. E. M. Anscombe
Elizabeth Anscombe
Metafísica y filosofía de la mente
I La intencionalidad de la sensación
Una característica gramatical
I Objetos intencionales
Berkeley considera a los “colores con sus variaciones y diferentes proporciones de luz y sombra” como los objetos “propios” y también “inmediatos” de la vista.[1] Lo primero, al menos, siempre resultó obvio para cualquiera, tanto antes como después de Berkeley, pero hoy su teoría general carece de prestigio. Los datos sensibles, una concepción plenamente berkeleyana así denominada por Russell, se convirtieron en objeto de ridículo y menosprecio para muchos filósofos actuales.
Esa palabra, “objeto”, que aparece en la frase “objeto de la vista”, tuvo cierta reversión de significado en la historia de la filosofía, así como la palabra relacionada “sujeto”, aunque estas reversiones no guardan una relación histórica. El sujeto solía ser aquello de lo que se trata la proposición: la cosa en sí como es en realidad, sin procesarla al ser concebida, podríamos decir (en caso de que existiera algún tipo de procesamiento en ello); los objetos, por otra parte, siempre se consideraban objetos de —. Los objetos de deseo, los objetos del pensamiento, no son objetos en un sentido moderno corriente, no son cosas individuales, como los objetos hallados en los bolsillos del acusado.
Podría ilustrar esta reversión doble con una oración verdadera constituida según los significados antiguos: subjetivamente, debe existir un número definido de hojas en un ramillete que observo, pero, objetivamente, no es necesario: es decir, no es necesario que exista un número de manera que yo observe ese número de hojas en el ramillete.
Cuando Descartes sostenía que la causa de una idea debía tener al menos tanta realidad formal como realidad objetiva tuviera la idea, quería decir que la causa debía tener al menos tanto sustento como aquello de lo que fuera la idea, si es que aquello de lo que fuera la idea existía en verdad. La realitas objectiva de una idea significaba, entonces, lo que daríamos en llamar su “contenido”, es decir, de qué es, pero considerando que pertenece solo a la idea. Se puede ver con facilidad que “de qué es una imagen” tiene dos significados: aquello que sirvió como modelo, de lo que se tomó la imagen, y lo que se puede ver en la imagen misma, que quizás ni siquiera haya tenido un original.
Así, aquello que en otros tiempos se denominara un objeto hubiera dado lugar a la pregunta “¿Objeto de qué?”. Hoy en día es casi imposible emplear el término “objeto” de esta manera, a menos que surja en una frase como “objeto de deseo” u “objeto del pensamiento”. Supongamos que se dijera que el objeto de deseo, u objeto deseado, no necesariamente debe existir, por lo que no necesariamente debe existir un objeto que se desee. Es obvio que se pasa de un uso de la palabra “objeto” a otro. Si, en cambio, hablamos de objetos de la vista, u objetos vistos, se suele suponer que “objetos” tiene el sentido más moderno: se trata de objetos, cosas, entes, que se ven. A fin de evitar confusiones, introduciré la frase “objeto intencional” para denotar “objeto” en el sentido más antiguo, que sigue vigente en “objeto de deseo”.
“Intencional” en estos contextos suele escribirse con “s”. Esta fue una idea de Sir William Hamilton; pretendía convertir la antigua palabra lógica “intención” en una que se asemejara más a “extensión”. Yo prefiero retener la ortografía antigua, con “c”, ya que la palabra es la misma que la que se utiliza comúnmente respecto de la acción. Por supuesto, el concepto de intención que se utiliza allí se puede relacionar también con decir. Allí aparece el vínculo con el uso que le da el lógico.
La intención tiene tres aspectos que son relevantes para lo que quiero tratar. Primero, no toda descripción verdadera de lo que uno hace describe a la acción como lo intentado: solo será intencional según ciertas descripciones. (“¿Acaso estás utilizando esa lapicera?” – “¿Por qué, qué tiene esta lapicera?” – “Es la lapicera de Smith.” – “¡Oh, por Dios, no!”) Segundo, las descripciones según las que uno pretende lo que hace pueden ser vagas, indeterminadas. (Nuestra intención es dejar el libro sobre la mesa y lo hacemos, pero no pretendemos colocarlo en ningún lugar de la mesa en particular, aunque sí lo coloquemos en un lugar en particular). Por último, las descripciones según las que uno pretende hacer lo que hace pueden no ser verdaderas, como al cometer un desliz al hablar o escribir. Uno actúas, pero el acto pretendido no ocurre.
La intencionalidad, cuyo nombre se toma de la intención y expresa estas características del concepto intención, también se relaciona con muchos otros conceptos. Afirmaré que entre ellos se encuentran los conceptos de la sensación. Al igual que muchos conceptos que se caracterizan por la intencionalidad, pero a diferencia de la intención misma, se expresan con verbos que suelen tomar objetos directos. Hablaré de verbos intencionales, que toman objetos intencionales. Mencioné la historia de la palabra “objeto” para evitar cualquier impresión de que “un objeto intencional” significa “un ente intencional”.
Algunos ejemplos obvios de verbos intencionales son “pensar en”, “adorar a” y “disparar a”. (La palabra “intención” proviene por metáfora de este último verbo: intendere arcum in, que lleva a intendere animum in). Cuando tenemos ese tipo de verbo que toma un objeto, ciertas características análogas a las tres características de la intencionalidad en la acción se relacionan con algunas descripciones que constituyen frases de objeto tras el verbo.
La posible inexistencia del objeto, que es análoga a la posible no ocurrencia de la acción intentada, es lo que ha suscitado más atención en torno a este tipo de verbo. “Pensar en” es un verbo en el que la cuestión del objeto inexistente está llena de trampas y tentaciones; “adorar a” es menos peligroso y nos puede ayudar a mantener el foco. Consideremos la expresión “objeto de pensamiento”. Si pienso en Winston Churchill, entonces él es el objeto de mi pensamiento. Esto se asemeja a “¿Cuál es el objeto de adoración de estas personas?”. Respuesta: “La luna”. Pero supongamos ahora que el objeto de mi pensamiento es el señor Pickwick o un unicornio y que mi objeto de adoración es Zeus o los unicornios. Con los nombres propios no designé ni a un hombre ni a un dios, ya que se refieren a un hombre ficticio y a un dios falso. Además, el señor Pickwick y Zeus no son más que un hombre ficticio y un dios falso (en contraste con la luna que, aunque es un dios falso, es un ejemplo perfecto de cuerpo celeste). Asimismo, es evidente que “Los griegos adoraban a Zeus” es verdadero. Entonces, “X adoraba a —” y “X pensó en —” no deben asimilarse a “X mordió —”, ya que, si suponemos que “X” es el nombre de una persona real, en el espacio en blanco de “X mordió —” debe colocarse el nombre de algo real para que la oración completa tenga siquiera la posibilidad de ser verdadera; mientras que el caso de “X adoraba a —” y “X pensó en —” no es así.
Este hecho es poco evidente para nosotros porque lo que suele completar el espacio en blanco de “X pensó en —” es un nombre o una descripción de algo real; entonces, cuando se completa así en una oración verdadera, aquello en lo que pensó X es la cosa real en sí misma, no un intermediario. Esto da la impresión de que la realidad del objeto es relevante, como ocurre con morder. Sin embargo, es obvio que dichas oraciones pueden completarse con nombres vacíos. Entonces, puede que en esas oraciones representen algo con cierta realidad. Este es el pensamiento difuso que podemos tener sobre el asunto.
Un intento poco feliz de aclararlo es decir: “Bueno, X tenía su idea de Zeus o de los unicornios o del señor Pickwick y ahí está el objeto que se necesita”. Este es un intento poco feliz por distintas razones. Primero, hace parecer que la idea es aquello en lo que X piensa o que adora. Segundo, el mero hecho de la existencia real (¿comienza ahora a oponerse a algún otro tipo de existencia?) no puede afectar tanto al análisis de una oración como “X pensó en —”. Entonces, si se apela a la idea cuando el objeto no existe, también debería apelarse a ella cuando el objeto sí existe. Sin embargo, uno piensa, sin dudas, en Winston Churchill, no en la idea de él, y nuestro punto de partida fue ese mismo hecho. Al leer a Locke, uno se ve inclinado a objetar: “La mente no se ocupa de las ideas, sino de las cosas: a menos que aquello en lo que estemos pensando sean ideas”. Cualquiera sea la finalidad de postular las ideas, al decir “Bueno, tenían una idea de Zeus”, no se puede afirmar que la idea es el objeto de pensamiento o de adoración. No sería correcto decir que X adoraba una idea. Más bien, el hecho de que el sujeto tenga una idea es lo que hace falta para dar a la proposición la posibilidad de ser verdadera. Esto puede resultar útil para “adorar”, pero no para “pensar en”; “pensar en” y “tener una idea de” son demasiado similares: si una es problemática, entonces la otra también lo es.
Concentrémonos en el hecho de que muchas proposiciones que contienen verbos intencionales son verdaderas, sin que nos hipnotice la posible inexistencia del objeto. También tenemos otras características: la imposibilidad de sustituir las distintas descripciones del objeto cuando sí existe; y la posible indeterminación del objeto. En realidad, estas tres características están relacionadas. Puedo pensar en un hombre sin pensar en un hombre de cierta altura en particular; no puedo golpear a un hombre sin golpear a un hombre de cierta altura en particular, porque no existe tal cosa como un hombre sin una altura en particular. Y la posibilidad de esta indeterminación hace factible que, cuando pienso en un hombre en particular, no toda descripción verdadera de él sea aquella según la que pienso en él.
Ahora definiré un verbo intencional como un verbo con un objeto intencional; los objetos intencionales son la subclase de objetos directos que se caracterizan por estas tres particularidades vinculadas. Según esta definición, “creer” y “pretender” no son en sí verbos intencionales, algo que puede resultar paradójico. Pero, por ejemplo, “creer que — es un canalla” se ajustará a la definición, de manera que no es tan paradójico como para excluir la creencia y la intención por completo.
Surge ahora una pregunta: ¿deberíamos decir en realidad que el objeto intencional es una expresión lingüística o deberíamos considerar que es aquello que la expresión lingüística representa? Según el uso que les dan los gramáticos y lingüistas actuales, “objeto directo” y “objeto indirecto” son partes de las oraciones. Por ende, si decimos que los objetos intencionales son una subclase de objetos directos, puede parecer que ya determinamos que un objeto intencional es una expresión lingüística.
Sin embargo, el asunto no es tan fácil de resolver. Por supuesto, no pretendo oponerme al trabajo de los gramáticos, pero está claro que el concepto de objeto directo (y, por ende, la identificación de la parte de la oración que hoy se denomina objeto directo) se aprende más o menos de la siguiente manera: el maestro toma una oración, como “John le envió un libro a Mary” y pregunta: “¿Qué le envió John a Mary?” Al recibir la respuesta “Un libro”, dice: “Ese es el objeto directo”. Pues bien, la pregunta no supone en realidad (ni el alumno, si comprende al maestro, considera) que el asunto se trate de ciertas personas en particular sobre quienes la oración es verdadera, por lo que podríamos decir que, cuando la enseñanza cumple su cometido, la pregunta se considera equivalente a “¿Qué dice la oración ‘John le envió un libro a Mary’ que John le envió a Mary?”. Quien pueda responder a cualquier pregunta como esta adquiere el concepto gramatical de objeto directo. La respuesta correcta a una pregunta así nos da (en el uso antiguo) o es en sí misma (en el uso moderno) el objeto directo. Supongamos ahora que alguien preguntara: “¿Qué nos comunica la frase que se obtiene en una respuesta correcta? ¿La frase se utiliza o se menciona?”. Está claro que no se puede determinar nada sobre esta pregunta con solo optar por decir, siguiendo el uso antiguo, que la frase da el objeto directo o, siguiendo el uso moderno, que “objeto directo” es el nombre de una parte de la oración.
Por razones que se harán evidentes, propongo adoptar el uso antiguo. Entonces, la pregunta “¿Cuál es el objeto directo del verbo en esta oración?” es lo mismo que “¿Qué dice la oración que John le envió a Mary?”, y la pregunta “¿Qué nos comunica la frase que responde a esa pregunta, es decir, se la utiliza o se la menciona?” se puede preguntar como “¿Es el objeto directo una expresión lingüística o es aquello que la expresión lingüística representa?”: esto ya no es una mera cuestión terminológica, sino una cuestión aparentemente sustantiva y de curiosa perplejidad. Alguien que reflexionara sobre el asunto podría afirmar lo siguiente: No sería suficiente decir que, en este ejemplo, el objeto directo es un libro, ya que, en ese caso, se nos podría preguntar: “¿Qué libro?”; pero la oración no se considera verdadera y no existe respuesta a la pregunta “¿Qué libro?”, excepto “Ningún libro”; sin embargo, no cabe duda de que el verbo tiene un objeto directo, dado en la respuesta “Un libro”. Entonces debe ser incorrecto, y no una mera cuestión terminológica, decir que la frase gramatical “objeto directo” representa no una expresión lingüística, sino más bien aquello que la expresión lingüística representa. Y si los objetos intencionales son una subclase de objetos directos, la frase “objeto intencional” también representa una expresión lingüística y no aquello que la expresión representa; es evidente que no hace falta hundirse en el pantanal que genera el hecho de que, en el sentido más directo e importante, la frase que da el objeto intencional pueda no representar nada.
Pero un momento: en ese caso, ¿no debemos decir “la frase que es el objeto intencional” en lugar de “la frase que da el objeto intencional”? Esto es sin dudas difícil, ya que el objeto intencional se dice en respuesta a la pregunta “¿Qué?”, pero la respuesta a “¿Qué adoran?” no puede ser que adoran una frase, como tampoco que adoran una idea. Ocurre algo similar, por supuesto, con los objetos directos (e indirectos) en general.
Quizás se podría afirmar que no es un argumento.[2] Tal vez no se pueda decir “Lo que se dice que John envió es una frase”, pero tampoco se podría decir “Lo que se dice que John envió es un objeto directo”, porque la oración no decía que John le envió a Mary un objeto directo.
Lo que esto demuestra es que existe una forma de decir “El objeto directo no es un objeto directo” que sea verdadera; léase, al asimilar esta oración a “El objeto directo no es una muchacha”. (Podríamos imaginar la situación de explicarle a un niño: “La muchacha no es el objeto directo, sino el libro que envió John”).
Gottlob Frege
La conclusión de Frege, “El concepto caballo no es un concepto”, se basaba en el mismo tipo de problema sobre los diferentes usos de las expresiones. Cheval representa un concepto y cheval representa un caballo; sin embargo, de estas premisas no se sigue que, si Bucéfalo es un caballo, entonces es un concepto. Asimismo, lo que se dice que John le envió a Mary es un libro y lo que se dice que John le envió a Mary es un objeto directo; de estas premisas no se sigue que, si John le dio un libro a Mary, entonces le dio un objeto directo.
Como solución al problema, Frege propondría luego estipular que una frase como “Aquello que representa ‘cheval’” solo debe usarse en sentido predicativo. Una condición equivalente en nuestro caso: “Lo que se dice que John le envió a Mary es …” solo puede completarse con expresiones que podrían suplir lo que falta en “John le envió a Mary …”.
La condición, si bien es inofensiva, se basaría en la incapacidad de reconocer el uso diferente de la frase “Lo que se dice que John le envió a Mary” en la explicación “Lo que se dice que John le envió a Mary es el objeto directo de la oración”. Mas no se puede prescindir de la capacidad para reconocer un uso diferente, como demuestra el desarrollo posterior del argumento.
El argumento comenzó enumerando las razones por las que un objeto directo no puede ser algo que la frase del objeto directo representa. Pero se puede decir correctamente “Un libro” como respuesta a la pregunta “¿Qué dice la oración ‘John le envió un libro a Mary’ que John le envió a Mary?”, que es lo mismo que preguntar “¿Cuál es el objeto directo de esa oración?”. No obstante, la frase “un libro” se utiliza de manera tal que la pregunta “¿Qué libro?” no tiene sentido.
Sobre los ‘objetos’ (directos, indirectos y también intencionales), debemos concluir que el objeto no es ni la frase ni aquello que la frase representa. ¿Qué es, entonces? La pregunta se basa en un error, a saber, considerar que una respuesta explicativa como “Un objeto (directo, indirecto) intencional es tal o cual” sea posible y necesaria. Pero no tiene por qué ser así. De hecho, las únicas respuestas potencialmente razonables son aquellas que rechazamos. ¿Pero cuál es el uso real del término? Dada una oración en la que un verbo tiene un objeto, una forma de responder a la pregunta “¿Cuál es el objeto de esta oración?” es citar la frase del objeto.
Si colocar la frase del objeto entre comillas implica que el objeto (es decir, lo que se dice que John le envió a Mary, lo que los griegos adoraban) sea una expresión lingüística, es un error; si el no estar entre comillas implica que aquello a lo que refiere la frase del objeto sea el objeto, también es un error. Para evitar la segunda proposición, se podría insistir en colocar las comillas; para evitar la primera, se podría optar por no escribirlas. Nos vemos tentados de inventar un tipo especial de comillas; pero la pregunta es cómo funcionaría la frase entre tales comillas: y si lo comprendemos, no necesitamos un signo nuevo. Así concluye el argumento.
Otra vez, no me opongo a la práctica de los gramáticos y los lingüistas, para quienes la expresión “objeto directo” se define como una expresión para una frase; hacen uso de ella como yo hago uso de la expresión “frase del objeto directo”. Pero, como afirmé, la pregunta “¿Qué dice la oración que dio John?” es fundamental para comprender ya sea “objeto directo” o “frase del objeto directo” tal como uso esas expresiones y, por ende, para comprender “objeto directo” cuando se utiliza para una frase. Aunque la pregunta se responde (como muchas preguntas) expresando una frase —en este caso, “un libro”—, la frase tiene un uso especial en respuesta a esa pregunta, “¿Qué dice la oración que dio John?”. No puede designar ni una expresión lingüística, ni cualquier cosa que la expresión lingüística designe o con la que se relacione, ni, en efecto, nada en absoluto. El interés de la pregunta y la respuesta es el interés bastante especial de comprender la gramática. La comprensión de la gramática y los conceptos gramaticales, incluso los más familiares, como oración, verbo, sustantivo, no es un asunto de meras realidades físicas tan directo y cotidiano como creo que se suele suponer. El concepto de sustantivo, por ejemplo, es mucho menos físico que el concepto de una moneda, ya que se podría capacitar a alguien para reconocer monedas con bastante éxito, aún sin que sepa nada sobre el dinero, pero sería imposible capacitar a alguien para reconocer sustantivos sin un buen grado de familiaridad con el idioma; y sin embargo, el concepto de sustantivo no es algo que la persona pueda obtener automáticamente a través de dicha familiaridad, tal como podría obtener el concepto de moneda si opera con dinero acuñado. De hecho, las explicaciones de los términos gramaticales solo son indicios de lo que en verdad se aprehende a partir de ejemplos. Así, no se debería pensar que, con solo adoptar el uso de los gramáticos modernos, para quienes el objeto directo es una o más palabras, se evita tratar con conceptos difíciles, permaneciendo en el mundo sencillo de un hombre sencillo.
“El objeto directo es lo que envió John” (= “lo que la oración dice que John envió”).
“El objeto intencional es aquello en lo que X pensaba”.
Estas dos oraciones son equivalentes. Es en pro de la equivalencia que optamos por el uso antiguo de “objeto directo”, ya que, incluso con ese uso, nadie se verá tentado de pensar que los objetos directos como tal son un tipo de ente especial. Esta misma tentación es particularmente fuerte con los objetos del pensamiento y la sensación, es decir, con los objetos intencionales, que se expresan como entes bajo los nombres de “idea” e “impresión”.
Podría objetarse que el contexto “La oración dice que John le envió a Mary—” es en sí intencional. Entonces, ¿cómo pueden mis consideraciones sobre los objetos directos arrojar luz sobre los objetos intencionales? Detalladas por completo, son en sí meros ejemplos de oraciones cuyos objetos son objetos intencionales.[3]
La respuesta es que lo que se dice en la objeción es verdadero. Pero estos ejemplos, cuando hablamos sobre objetos directos, son inocuos y provechosos porque es evidente que ciertos tipos de afirmaciones sobre los objetos directos no tienen ningún sentido. Por ejemplo, nadie pensaría que, si una oración dice que John le envió un libro a Mary, lo que dice de manera inmediata y directa es que le envió un objeto directo, y que solo dice de alguna forma indirecta, a través de este objeto inmediato, que le envió un libro. Lo que quiero es aprovechar una comparación con el sinsentido evidente sobre los objetos directos para exponer el mismo sinsentido, aunque subyacente, de algunas visiones muy persuasivas sobre las ideas y las impresiones. No es que no debamos considerar las ideas e impresiones, sino que, al adentrarnos en la epistemología, lo correcto sería tomarlas como nociones gramaticales cuya función es fácil de malinterpretar. “Gramatical” se utiliza aquí en su sentido corriente.
Ahora debemos preguntarnos: ¿acaso cualquier frase que exprese el objeto directo de un verbo intencional en una oración expresa necesariamente un objeto intencional? No. Consideremos lo siguiente: “Esta gente adora a Ombola; es decir, adora un mero trozo de madera”. (También, “Adoran palos y piedras”). O “Adoran al Sol, es decir, adoran algo que no es más que una gran masa de materia terriblemente caliente”. Los propios adoradores no aceptarían estas descripciones. Su ídolo es para ellos un trozo de madera divinizado, algo que en cierta manera también es un dios; lo mismo ocurre con el Sol.
Un objeto intencional está representado por una palabra o frase que da una descripción según la que. Sería útil considerar las acciones disparar a, apuntar. Un hombre apunta a un ciervo, pero aquello que pensaba que era un ciervo era en verdad su padre y le dispara. Un testigo declara: “Apuntó a su padre”. Esto es ambiguo. En el sentido en el que, dada la situación así descrita, esta declaración es verdadera, la frase “su padre” no representa un objeto intencional. Agreguemos, entonces, la frase “objeto material”. “Su padre”, podríamos decir, representa el objeto material del verbo en la oración “Apuntó a su padre”, en el sentido en el que era verdadera: no porque le haya acertado (después de todo, podría haber errado el tiro, sin más), sino porque aquello que consideraba un ciervo era en realidad su padre. Podemos preguntar qué estaba haciendo —a qué le estaba apuntando— en tanto que apuntaba a un ciervo: esto sería preguntar por otra descripción de “X” según la que “Apuntaba a X” aún tenga un objeto intencional, pero cuya descripción “X” nos dé algo que exista en la situación. Por ejemplo, apuntaba a aquella mancha oscura en el follaje. La mancha oscura en el follaje era, en realidad, el sombrero de su padre, con la cabeza de su padre dentro.
Así, como el objeto intencional dado (el ciervo) era inexistente en la situación, buscamos otro objeto intencional hasta hallar uno que sí existiera. Entonces, la frase que nos da aquel objeto intencional, así como cualquier otra descripción verdadera de la cosa existente en cuestión, representa el objeto material de “Apuntó a …”.
¿Depende esta explicación de que la declaración sea verdadera? No, pero si el testigo miente o está equivocado, aun así se le puede preguntar sobre el significado de su declaración. El uso de la frase “su padre”, ¿pretende dar el objeto intencional o solo el objeto material? Si es solo el objeto material, ¿qué quiere decir con “Apuntó a …”? ¿Que se podía ver que el hombre estaba apuntando, así como dónde estaba su objetivo? Quizás no existan respuestas verdaderas a estas preguntas, pero el testigo debe fingir que sí existen o se lo desestimará.
Ahora, para mayor facilidad de expresión, hablaré, como es natural, de los objetos materiales e intencionales de apuntar, de adorar, de pensar. Esto debe poder interpretarse siempre en términos de los verbos y sus objetos.
No es necesario que exista un objeto material para “apuntar”. Si un hombre estuviera alucinando y, al disparar a algo que forma parte de su alucinación, le acierta a su padre, eso no convertiría a su padre en el objeto material de su acción. Asimismo, si no existe una descripción que, a pesar de expresar el objeto intencional de adoración, describa algo real, se diría que los adoradores, en sentido material, adoran la nada, algo que no existe.
Tampoco sería posible decir, entonces, “No adoran nada”, sino solo “Lo que adoran no es nada”, ya que “No adoran nada” significaría que ninguna oración “Adoran esto o aquello” sería verdadera; pero, en el caso supuesto, algunas oraciones de ese tipo sí son verdaderas.
Las preguntas sobre la identidad de un objeto intencional, cuando no se lo puede reducir a la identidad de un objeto material, revisten cierto interés, por supuesto. ¿Cómo decidimos si dos personas o pueblos adoran o no al mismo dios? Otra vez, cuando un nombre propio es difuso y su referencia histórica es remota, como “Arturo”, puede surgir la pregunta de si dos personas piensan en el mismo hombre: si tienen imágenes diferentes, incompatibles.
No obstante, considero que mi frase, “cuando no se lo puede reducir a la identidad de un objeto material”, puede inducir a error: por objetos materiales no me refiero a lo que hoy se denominan “objetos materiales”: mesas, planetas, trozos de manteca, etc. Doy un ejemplo claro: una deuda de cinco dólares no es un objeto material en este último sentido; pero, suponiendo que alguien hubiera contraído dicha deuda, mi pensamiento “Esa deuda de cinco dólares” tendría como objeto material algo descrito e indicado por la frase que expresa el objeto intencional de mi pensamiento. Cuando no quedan dudas de que la frase que expresa un objeto intencional describe e indica un objeto material en este sentido, entonces la pregunta sobre la identidad del objeto intencional se reduce a la pregunta sobre la identidad del objeto material. ¿Nos referimos a la misma deuda? Eso, tal vez, no sea difícil de determinar. Pero cuando no existe una deuda real, o bien, cuando su existencia es muy difusa, el caso es distinto.
El hecho de que podamos utilizar el concepto de identidad en relación con los objetos intencionales no debería llevarnos a pensar que las preguntas sobre el tipo de existencia (el estatus ontológico) de los objetos intencionales como tales tengan algún sentido. Todas esas preguntas carecen de sentido. Una vez más, considerar los objetos directos puede ayudarnos a aclarar nuestro pensamiento. La respuesta a “¿Cuál es el objeto directo en ‘John le envió un libro a Mary’?” es “Un libro”. Esta es la respuesta correcta tanto cuando la oración es falsa como cuando es verdadera y también cuando no es más que una ficción, como en este caso, para ilustrar una idea. Es evidente que no tiene ningún sentido preguntar sobre el modo de existencia o el estatus ontológico del objeto directo como tal: o preguntar qué tipo de cosa es un libro, tal como se lo piensa en respuesta a la pregunta sobre el objeto directo.
[1] En este trabajo utilizo las comillas dobles para citas normales (las simples para citas dentro de citas) y las simples para marcar ironía.
[2] G. Harman fue quien propuso esto, por lo que le estoy agradecida.
[3] Agradezco por esta objeción y su debate a los profesores Bernard Williams y Arthur Prior y a P. T. Geach.
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